Duele, por lo menos a mí, duele mucho echar una ojeada al mundo editorial español. Y por mundo editorial me refiero, por supuesto, no solamente a la política de publicación de las editoriales, sino al nivel de los escritores famosos o por lo menos mediáticos, y a los gustos del lector medio. Yo, que debo ser el tipo más pirado de este país, no puedo entender que mis paisanos, que por lo que parece son iguales que yo, se gasten el dinero que tanto cuesta ganar y ocupen su muy precioso tiempo (que también es igual para todos: escasísimo), adquiriendo novelas o cualquier otro tipo de narrativa, ya sea española o extranjera, de muy bajo nivel, por no decir nulo. Pero aún me sorprende más que luego esos lectores, que sin duda creen en lo que hacen, escriban en blogs o suban sus vídeos a Youtube, valorando y admirando según qué trabajos deleznables. Lo único que ha dejado de sorprenderme es el bajísimo nivel de ambición, de riesgo formal, de pura narrativa, del grueso de novelistas o aspirantes a novelistas de este país. Sí me asombra que muy pocos hagan lo que yo estoy haciendo: poner el grito en el cielo ante la dantesca situación de la literatura española.
Al mismo tiempo que escribo estas líneas, voy a consultar las listas de los libros más vendidos en este país, a día 28 de abril de 2019. Algo que es más difícil de lo que parece, porque la mayoría de estas listas están elaboradas por los grandes almacenes que las venden o, en el caso de La casa del libro, los libros de Planeta que más están siendo demandados o, simplemente, los que ellos quieren vender con más entusiasmo. Para consultar una lista fiable he de trabajármelo bastante. Pero bueno, he aquí los que aparecen en los primeros puestos en casi todas estas listas: Todo lo que sucedió con Miranda Huff, de Javier Castillo; Tus pasos en la escalera, de Antonio Muñoz Molina; Sakura, de Matilde Asensi; Lo mejor de ir es volver, de Albert Espinosa; Yo Julia, de Santiago Posteguillo; Reina Roja, de Juan Gómez Jurado… esto en ficción. En no ficción, Come comida real, de Carlos Ríos; El director: secretos e intrigas de la prensa narrados por el ex-director de El Mundo, de Javier Jiménez García; Una historia de España, de Arturo Pérez-Reverte. En pocas palabras, hay bastantes cosas, bastante material, bastantes razones para que la crítica y sobre todo los lectores, que también necesitan ser críticos, se pregunten si algo de todo esto, que en teoría es lo que más está convenciendo y gustando a la mayoría, vale de verdad la pena. Pero sobre todo hay demasiado. Se publican demasiados títulos y da la impresión de que cualquiera se pone a escribir y ve sus proyectos publicados, por intereses que muchas veces no llegan a saberse.
Bien, vamos por partes. Eliminemos primero la paja. Me resulta asombroso que alguien pague 17,95 € por comprar el recopilatorio de artículos de XL Semanal que Pérez-Reverte deja cada semana, y que puede leerse gratis o por muy poco dinero. Y más asombroso aún, que muchos lo paguen hasta colocarlo, como todos los suyos, entre los más vendidos. No empezamos bien. En cuanto a los otros dos libros de no ficción comentados, supongo que pueden tener su interés, porque uno de ellos, El director, como su mismo subtítulo reza, puede resultar atractivo, y el otro, Come comida real, que nos habla de nuestra alimentación. De modo que vamos a entrar en harina. Vamos a hablar de la narrativa situada en los puestos de cabeza de las listas. La primera de todas, Todo lo que sucedió con Miranda Huff, escrita por el malagueño Javier Castillo, un consultor de finanzas corporativas que en sus ratos libres parece que escribe libros un poco al estilo de los de Joël Dicker, situados por supuesto en Estados Unidos, y en los que podemos leer (cortesía de La casa del libro, que alguna cosa sí que tiene) párrafos como estos:
«Sentí que su perfume invadía todo el cuarto. Era un Givencgy que yo le había regalado el año pasado por nuestro segundo aniversario. El aniversario «que-pone-las-cosas-en-su-sitio» y que sería el estándar que marcase los siguientes años. Mis padres siempre decían que el primer aniversario es todo alegría. Después de la boda llega la gran celebración de la nueva vida en pareja, y ambas partes se conforman con cualquier cosa con tal de no perturbar la tregua por el aire fresco de todo lo que se vive. Para el segundo aniversario, en cambio, ya se ha acabado esa novedad, ese chisporroteo y esas ganas de demostrar, y es cuando sale a relucir el cutrismo en la elección de regalos, en lo poco que se conoce o escucha, o incluso importa la otra parte de la pareja. «¿Acaso no sabes que la vainilla me dan ganas de vomitar?». Parece que aún la estoy viendo, cuando me miraba molesta, alzando la voz para que todo el restaurante se diese cuenta de mi gran y monumental cagada.«
Este tipo de prosa desmañada, esta narración negligente, me temo que es la norma en la ficción nacional, y por cierto que Castillo no es uno de los peores. Ni mucho menos. Para ello podemos ir al nuevo intento de novela negra de Antonio Muñoz Molina, que por lo que puedo ver se vende como una novela de suspense psicológico en la que la memoria, la razón y el miedo son los elementos que determinan la realidad tangible. Leyendo algunos fragmentos de su novela, el académico sigue confundiendo narrar con contar, y descripción literaria con enumeración. En puridad, no existen párrafos, es decir unidades informativas, en su sintaxis, y los que hay están mal estructurados, su vocabulario es bastante limitado y su estilo es inexistente, pero ante todo yo no veo ningún «suspense psicológico». Supongo que un autor tan asentado y respetado como Muñoz Molina sabrá bien lo que hace. Yo, desde luego, no lo sé.
Pero supongo que mi preferido de todos estos «novelistas» es Juan Gómez Jurado, que al parecer ha conseguido por fin triunfar de forma rotunda como escritor comercial, con su muy demandada Reina Roja, de la que un tal Gorka Rojo ha dicho que demuestra que su autor es nada menos que el mejor escritor de thriller de toda Europa. Ahí es nada. Yo, que soy un tanto masoca, he cometido el error de leer las primeras páginas. Dicen, los que saben, que hay que demostrar el talento narrativo ya en las primeras págínas, y que son el detonante por el que las editoriales deciden publicarte o no. Empiezo a pensar que eso es radicalmente falso, a tenor de esto:
«A Jon Gutiérrez no le gustan las escaleras.
No es una cuestión de estética. Son antiguas (el edificio es de 1901, se ha fijado al entrar), crujen y están hundidas por el centro después de ciento diecinueve años de uso, pero son firmes, están bien cuidadas y barnizadas.
Hay poca luz, y las bombillas de 30W que cuelgan del techo sólo sirven para hacer las sombras más densas. Por debajo de las puertas, a medida que va subiendo, se escapan voces extranjeras, olores exóticos, músicas extrañas de extraños instrumentos. Al fin y al cabo, estamos en Lavapiés, es domingo por la tarde y se acerca la hora de cenar.
Nada de todo esto le molesta a Jon de las escaleras, porque Jon está acostumbrado a lidiar con cosas del siglo pasado (vive con su madre), con lugares oscuros (es gay) y ciudadanos extranjeros de ingresos dudosos y en dudosa situación (es inspector de policía).
Lo que a Jon Gutiérrez le jode de las escaleras es tener que subirlas.
Malditos edificios antiguos, piensa Jon. Sin sitio para instalar ascensores. Esto en Bilbao no pasa.»
Aunque resulta casi irresistible aplicarle a estos párrafos una crítica acompasada al estilo de La Fiera Literaria (con la que sería fácil revelar no sólo la profunda incompetencia narrativa de Gómez Jurado, sino otras cuestiones como un racismo soterrado), es fácil constatar que este chiquillo no es, por si alguien tenía dudas, el mejor escritor de thrillers de Europa, y que sus meteduras de pata y graves lagunas culturales de las que somos testigos en Todopoderosos (por otro lado, un estupendo podcast con gente tan magnífica como Arturo González Campos y Javier Cansado, y que tiene la suerte de contar con un hombre como Rodrigo Cortés que, al contrario que el denominado mejor escritor de thrillers de Europa, sí tiene grandes nociones en cuestiones estéticas y narrativas) esas meteduras de pata y esas lagunas, insisto, se vuelcan y quedan patentes en sus trabajos literarios.
Pero tampoco tiene demasiada importancia que una persona que no debería jamás haber escrito una novela haya sido publicado por un importante conglomerado mediático. Lo importante es que los lectores, engañados, les lean. Y, más aún, que les hagan millonarios y les dediquen frases admirativas que a los que aún tenemos un poco de sentido común nos ponen los pelos de punta.
Muchos, me temo, confunden éxito literario con éxito comercial, y creen, erróneamente, que los verdaderos escritores son aquellos a los que una editorial poderosa les publica, y pone sus ejemplares en las librerías más concurridas. Y esto sucede, porque todos ellos, si pudieran elegir entre escribir una gran novela, o escribir un gran éxito comercial, escribirían lo segundo. Y yo, como otros, he aprendido que los verdaderos escritores son los que, cada vez más, prefieren escribir algo realmente grande y quizá no ser publicados, los que viven por y para la literatura, los que escriben todos los días sin saber si algún día les leerán más de cincuenta pesonas, pero que aún así, por alguna extraña razón, siguen escribiendo, contra viento y marea, adictos a esta droga que es contar historias, mucho más que a otras drogas más peligrosas: las del éxito basado en el dinero y en las falsas apariencias.
Y lo que más me duele todo esto, es la suficiencia con la que muchos de estos escritores hablan de grandes novelistas, o de grandes novelas, una soberbia que comparten con los críticos literarios, incapaces todos de denunciar la medianía del grueso de escritores españoles, de sus propuestas, de su estilo. Parece que lo único a lo que podemos aspirar es a thrillers de barrio narrados a la americana, o a historias realistas, costumbristas o históricas, sin una auténtica entidad literaria. Que Alberto Olmos, un hombre por lo demás inteligente y capaz, diga que dejó de leer Cementerio de animales, de Stephen King, porque una frase no concordaba con la siguiente, es un ejemplo de lo que estoy diciendo. Que Luna Miguel ponga su rostro en la portada de su primera novela, es otro. A la dignidad del novelista, a su grandeza y humildad, las han sustituido un narcisismo, una soberbia y un adocenamiento escalofriantes. En nombre de lo políticamente correcto, por fin, puede haberse encontrado el arma que acabe de una vez por todas con la cultura. ¿Dónde están los Samuel Beckett, los William Faulkner, o incluso los Richard Matheson o los Miguel de Unamuno de esta época? Si están en alguna parte, y sospecho que así es, han quedado silenciados por esta marea.