Literatura y basura: la tragedia de este país

Esta página está consagrada a hablar sobre narrativa. A desmenuzarla, a estudiarla, a divulgarla. Me gustaría que en los ensayos que escribo (que no son, afortunadamente, ni una décima parte de mi trabajo frente a un teclado), mi atención estuviera centrada, única y exclusivamente en ese objetivo. Sin embargo, esto no es posible, y es debido a mi temperamento. Y es que soy muy sensible a las injusticias, a las mentiras, a las falsedades, a la hipocresía. Las de los demás y las mías, por supuesto. Porque yo también he cometido y cometo injusticias, algunas de ellas trágicas, para los demás y para conmigo, y trato de repararlas siempre que es posible, con los demás y conmigo mismo. Y con este temperamento mío me temo que soy uno más de esos locos que luchan contra las arbitrariedades del status quo (el literario, en este caso), y contra la hipocresía de un mundo intoxicado de narcisismo. Soy de esos que se enervan cuando algún mequetrefe se considera escritor a sí mismo solamente por haber escrito, por ejemplo, un libro de cine en colaboración con otros, o cuando el espectador inconsciente ensalza valores o esencias claramente cuestionables, inoculadas por supuestos expertos.

Soy así, no lo puedo evitar. Supongo que con esto de internet, se ha democratizado todo el tinglado referente a establecer opiniones, a sentirse más listo que otros, o a diseminar por los cuatro vientos una lacerante ausencia de conocimientos básicos. Así las cosas, no solamente cualquiera se siente «crítico de arte», sino también escritor. Por el contrario, otros, como yo mismo, sentimos veneración y respeto máximo por todo esto de escribir y sentirse escritor, y cuando nos ponemos a dejar negro sobre blanco tratamos de hacerlo con un mínimo de rigor, de preparación, de reflexión, de hondura. No sé quién dijo hace poco que todo el mundo puede ser artista. Bien, esto no es cierto. Ojalá fuera cierto, pero no lo es. En este mundo falsamente democratizado, falsamente igualitario, vale lo mismo un texto escrito por una persona de talento que otro escrito por alguien sin interés o preparación, y hasta un deficiente mental puede ser considerado actor por haber salido de extra en alguna serie de televisión haciendo de sí mismo

Pero nada de todo esto es el tema de este artículo. Me propongo, como a continuación verá el lector, comparar textos de grandes escritores con textos de lo que hoy en día es más vendido o leído, para invitar a la reflexión y para aportar mi grano de arena a lo que antes de mí hicieron otros como M. García Viñó y sus amigos y colaboradores, así como no pocos lectores consumados, lectores iniciados, que saben de lo que va esto y que rara vez son engañados por los medios de comunicación y los grupos de creación de contenidos narrativos de dudoso nulo valor.

Podemos empezar con mi «preferido», el escritor español Juan Gómez-Jurado, que estos días está catando el éxito abrumador de su última novela, Reina Roja, de la que dicen que se han vendido más de cien mil ejemplares (aunque lo que dicen las editoriales, sobre todo las españolas, de las ventas de un libro suyo hay que ponerlo bastante en cuarentena). Este muchacho, que deja clara su escasa preparación en el programa Todopoderosos en cada una de sus intervenciones, escribió en su novela, Cicatriz, que tampoco tuvo malas ventas, lo siguiente:

«Mi primer error fue enamorarme de ella.

El segundo error fue no preguntarle por aquella cicatriz.

La mala noticia es que estoy a punto de cometer el tercero, y que va a ser mucho peor que los dos anteriores»

En algunas paginas posteriores llega lo siguiente:

«El trabajo duro y el fracaso constante me habían vuelto cínico ante mis ídolos de adolescencia, qué sorpresa. Bueno, he de decir que conocer en persona a Zachary Myers no ayudó en absoluto a cambiar esa actitud»

Y un poco después lo siguiente:

«Tom y yo hacemos el trayecto de vuelta en incómodo silencio. Noto su resentimiento y su frustración, emanando de él en ráfagas intermitentes. Agradezco que lo pague con la palanca de cambios del viejo Ford Fiesta en lugar de retorcerme el pescuezo.»

Este tipo de escritura es más acorde con las capacidades de un adolescente aspirante a novelista que del supuestamente «mejor escritor de thrillers de Europa». No creo que haga falta comentar nada de la dudosa frase «emanando de él en ráfagas intermitentes», pues cualquier persona con un mínimo de formación literaria, e incluso lingüística, sabría que este chico no está capacitado para crear lo que quiere. Y lo que quiere crear no es ni más ni menos que suspense psicológico, tensión, violencia. Él, y otros muchos como él, parten del error que consiste en creer que sus influencias cinematográficas y televisivas son suficientes para paliar sus incapacidades. Creen, por alguna razón que sus editores no se han tomado la molestia en contradecir, que una novela se construye de frases sueltas, de clichés, de ocurrencias como la de la palanca de cambios. Ignoran que novelar no es contar acontecimientos sin ton ni son, sino que novelar es, desde que llegaron a la novela los que la cambiaron para siempre, levantar un mundo imaginario, consistente, plausible, denso, en el que los caracteres existan según unas normas internas.

Pero supongo que no hay tiempo de pararse a leer los manuscritos que les llegan a los atareadísimos editores, y aceptan cualquier cosa que les venga de un periodista, o de un presentador, o de un amigo o familiar de un periodista o presentador, porque si nos vamos a otra novela de Gómez-Jurado, quien por cierto tiene la costumbre de situar citas provenientes de películas de Hollywood a modo de prólogo de sus novelas (y es que parece que lo que realmente quiere es hacer películas escritas, más concretamente películas estadounidenses, nada más lejos de la literatura, ni siquiera la literatura de género), otra novela, como digo, titulada El paciente, vemos esto:

«Cuando sonó el busca me froté los ojos con furia. El sonido me había sobresaltado, y me desperté de mal humor. Desde luego que el entorno no ayudaba. La sala de descanso de cirujanos de la segunda planta olía a sudor, a pies y a sexo. Los residentes siempre andan más calientes que la freidora de un McDonald’s en hora punta…»

En otra de sus exitosas novelas, esta vez del género histórico, «La leyenda del ladrón», cuyos capítulos, quizá por eso de que está enmarcada en el siglo XVI, están escritos en números romanos, y que al parecer intenta ser de un estilo parecido al perez-revertiano, intenta un remedo de literatura de aventuras. Y en otra de un thriller nazi. Y en otra, Reina Roja, cuyas primeras líneas ya consigné aquí, de un thriller tecnológico. Se podría aducir, y no sería el primero ni tal vez el último que lo hiciera, que todo esto es un síndrome post perez-revertiano, con el que cualquier mindundi se pone a escribir novelas sobre cualquier tema imaginable. Y aunque no creo que la culpa la tenga Reverte, pues él solamente tiene la culpa de ser un pésimo novelista, es importante señalar que el lector medio español (más aborregado aún que el espectador medio español), cree que el valor por el que se puede apreciar una buena o mala novela es su historia, su peripecia…disparate que es en realidad el único motivo de debate entre los consumidores de best-sellers.

Ocurre, en el arte, que cuando uno ha probado algo verdaderamente bueno, se vuelve más sensible, esto es, más intolerante, como sucedería con la comida o la bebida, con lo que es deleznable. En otras palabras, el que tiene buen gusto, el que sabe apreciar algo valioso, queda disgustado, queda con pésimo sabor de boca, cuando pierde el tiempo con algo deleznable. Yo no sé si los cientos de miles de lectores de Jurado se han leído Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, pero vale la pena recordar unas pocas líneas:

«Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.»

Ni Gómez-Jurado, ni Pérez-Reverte, ni las docenas de aprendices de novelista que hacen novela histórica pueden siquiera acercarse a esto. Y sólo es un ejemplo. Otros trabajos como Sinuhé, el egipcio, de Waltari, sin duda inferiores a la Yourcenar, pero superiores a casi cualquier cosa actual, demuestran lo perdidos que andan nuestros «autores» actuales.

Es una desgracia que la novela, que alcanzó la cima de su expresividad y de sus posibilidades en las primeras décadas del siglo XX, y que encontró nuevas formas con la nouveau roman a mediados de la centuria, todos ellos provenientes de los grandes de la literatura europea y norteamericana de los siglos XVIII y XIX, haya desembocado en el panorama actual. Es lamentable, terrible, que tantos lectores, engañados por editores, vendedores, empresas mediáticas, medios de comunicación, acudan en masa a las librerias a gastar el dinero que tanto les cuesta ganar, para comprar las novelas de Jurado, Reverte, Allende, Espinosa, Millás, Navarro, Silva, Marías, Muñoz-Molina, etc. Por lo menos los norteamericanos, sin ser nada extraordinario, aún siguen novelando, no como aquí, en nuestra magnífica cruzada por la democracia igualitaria.

Si lo que Jurado, o cualquiera de estos incompetentes, quieren es introducir suspense psicológico, quizá debiera haber intentado algo como esto:

«Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa
entera parecía dormir… La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un
profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su
proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que
acababa de ofr… Súbitamente, a su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad
extraordinaria, desatinada y febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no
exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su
corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo, había
que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo de un minuto.
Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había puesto allí y
eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos cinco
centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de
verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a
coser el extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban.»

Lo escribió Dostoievski hace ciento cincuenta y tres años. Aquí se puede observar talento puro, no solamente para introducirse en la mente de un personaje, sino para establecer su estado anímico y para inducir al lector a otro estado anímico muy específico, a través de elementos muy sencillos pero inalcanzables para el novelista medio actual, sobre todo el español.

Si no han leído, o no han aprendido de esto, podrían hacerlo de esto:

«-Buenos días -dijo él como si hubiese salido a abrir la puerta. Su cultivada voz poseía una leve aspereza metálica, debida seguramente al desuso.
Los ojos del doctor Lecter son de un castaño granate y reflejan la luz con destellos de rojo. A veces los puntos de luz parecen volar como chispas hacia el centro de la pupila. Esos ojos tenían presa a Starling por entero.
Ella se acercó con cautela a los barrotes. El vello de los antebrazos se le erizó y rozó la cara interna de las mangas.
–Doctor, la configuración de perfiles psicológicos nos plantea
serios problemas. He venido a solicitar su ayuda.
–El plural alude a Ciencias del Comportamiento de Quantico. Será
usted de la plantilla de Jack Crawford, supongo.
–Sí, efectivamente.
–¿Puedo ver sus credenciales?
Clarice no se esperaba eso.
–Ya las he enseñado en…, la oficina.
–¿Quiere decir que se las ha enseñado al eminente doctor Frederick
Chilton?
–Sí.
–¿Ha visto usted las de él?
–No.
–Las académicas son sumamente pobres, se lo aseguro. ¿Ha conocido a
Alan? ¿No es encantador? ¿Con cuál de los dos preferiría charlar?»

Es de Thomas Harris, de hace treinta y un años, un escritor magnífico, muy culto, capaz de introducir suspense y terror de una manera muy sutil, y cuyos diálogos, extraordinarios, demuestran no solamente un gran oído y ritmo, sino también una gran agudeza psicológica. Esto, «El silencio de los inocentes», es una excelente novela, y los thrillers de Jurado, Muñoz-Molina y otros no tienen nada que hacer, a su lado son cositas escritas por niños que juegan a ser escritores.

Me hace especialmente gracia el escritor español más famoso y de mayor éxito en España de las últimas décadas, el murciano Arturo Pérez-Reverte. Un hombre culto, casi un erudito, que es un muy mal novelista. Porque yo creo que a los buenos novelistas, es decir, a los Pynchon, McCarthy, Yourcenar, Simon, Bilbao, McEwan, etc… se les nota desde el principio por la intensidad, por la fuerza de su prosa. ¿De qué otra cosa puede estar hecha una buena novela? Igual que una buena película te entra por los ojos, porque con su puesta en escena, con sus imágenes y sonidos, trenza un continuo que atrapa tu atención hablándote como si fueras inteligente, lo seas o no, una lectura ha de demostrarte, desde casi el comienzo, de qué pasta está hecho el autor. ¿Y de qué pasta puede estar hecho un autor que escribe así?:

«La mujer que iba a morir hablaba desde hacía diez minutos en el vagón de primera clase. Era la suya una conversación banal, intrascendente: la temporada en Biarritz, la última película de Clark Gable y Joan Crawford. La guerra de España apenas la había mencionado de pasada en un par de ocasiones»

Nada que objetar en esta sosa prosa, salvo quizá eso de que «La guerra de España apenas la había mencionado en un par de ocasiones», pues pareciera que es la guerra la que la ha mencionado a la mujer, y no al revés… y salvo en la manía que tiene este hombre de poner seguidas dos expresiones que significan lo mismo, como si la reiteración fuera necesaria, con ese «banal, intrascendente», y también es una reiteración apenas mencionar de pasada en un par de ocasiones… Reverte escribe así. Desmañado, melifuo, banal, intrascendente… Otro ejemplo:

«Lo que sostienen en las manos, cada uno, es una espada. O una espada parecida a un florete, si nos fijamos en los detalles. El asunto, por tanto, parece serio. Grave. Los dos hombres están a tres pasos uno del otro, todavía inmóviles, mirándose con atención. Casi pensativos. Quizá concentrados en lo que va a ocurrir. Sus brazos caen a lo largo del cuerpo y las puntas de los aceros rozan la hierba escarchada del suelo.»

Bueno, allá aquellos que lo tengan que tener en su librería por alguna clase de imperativo sociológico. Lo que me asombra es que este académico diga que no le interesan mucho ni Joyce ni Faulkner, que tenían más talento en un pelo de su cabeza que él en todo su cuerpo, que eran escritores auténticos. Terribles, extraños, disparatados, pero creadores, artistas verdaderos, que tenían mucho que contar. ¿Y qué es Reverte? Su prosa, su mundo, su visión, es un aborto inapetente, tedioso. No tiene absolutamente nada que contar. Y lo que yo me pregunto es: si los lectores realmente han leído a un verdadero novelista, es decir a Joyce o a Faulkner, ¿por qué diablos pierden el tiempo con este personaje? ¿Qué encuentran en él? ¿Qué les hace sentir? ¿Qué les aporta? Yo cuando leo a Joyce y encuentro esto…:

«La arena granulosa había desaparecido bajo sus pies. Sus botas pisaban de nuevo un húmedo recrujiente sámago, conchas de navajas, guijarros rechinantes, que rompe contra los innúmeros guijarros, madera tamizada por la taraza, Armada perdida. Llanadas de arenas malsanas acechaban para tragarse sus pisadas, exhalando un aliento pestilente, un fardo de algas se abrasaba con fuego marino bajo un muladar de cenizas humanas. Los bordeó, andando cautelosamente. Una botella de cerveza negra de pie, embarrancada hasta la cintura, en la pastosa masa de arena. Un centinela: isla de sed espantosa. Aros rotos en la playa; tierra adentro un laberinto de oscuras y tortuosas redes; más allá puertas traseras pintarrajeadas con tiza y en la parte más alta de la playa un tendedero con dos camisas crucificadas. Ringsend: aduar de tostados timoneles y patrones de barcos. Cáscaras humanas.»

…veo hasta donde puede llegar la literatura, con mayúsculas. Hasta donde una sensibilidad extraordinaria como la del irlandés puede estrujar las convenciones narrativas, las expectativas intelectuales y filosóficas, y romper en mil pedazos la novela, para reconfigurarla y reordenar el universo. Porque textos como este, provenientes de su obra maestra Ulises, nos reconcilian con la palabra escrita, con el absurdo de la existencia, con una visión metafísica, sensitiva y poética del mundo.

Y cuando leo a Faulkner y encuentro esto:

«Y él (ninguno de ellos dijo “Bon”) …estaría allí contemplándola, lo bastante crecido ya para comprender que lo que había llamado infancia no fue infancia; que otros niños habían sido formados por padres y madres, en tanto que él había sido creado de nuevo desde el instante mismo en que comenzó a recordar; y otra vez, cuando su cuerpo dejó de ser el de un nenito para convertirse en un niño; y otra vez, cuando dejó de ser niño para ser hombre; creado por un abogado y una mujer. Creyó que ella lo lavaba y alimentaba y metía en la cama y halagaba su paladar y sus gustos por él mismo, pero llegó el instante en que se dio cuenta de que no eran para él esos cuidados, esos dulces y diversiones; sino para un hombre que no había llegado aún, a quien ella no había visto jamás, que era tan diverso del niño como la dinamita que destruye la casa, la familia, y hasta el pueblo entero se diferencia del viejo trozo de papel tranquilo, que preferiría volar, ligero y sin rumbo, con el viento o el alegre serrín; o los viejos productos químicos apacibles que prefieren permanecer inmóviles y oscuros en la vieja tierra serena, tal como estaban antes de que el caballero entremetido con sus gruesas gafas viniera, los desenterrara y purificara, los mezclara y amasara… Creado por una mujer y un abogado mercenario (aquella mujer que desde antes de su primer recuerdo lo había estado proyectando y preparando para algún momento que llegaría y pasaría, y después él no sería para ella sino un fértil terreno bien abonado; aquel abogado que desde antes de su primer recuerdo, según lo comprendía entonces, lo había estado arando y plantando, regando y abonando como si ya lo fuese) y Bon la observaba, negligentemente apoyado sobre la chimenea, tal vez con su rico traje, nimbado por el sahumerio de harén de lo que podríamos llamar fácil santidad, la miraba escudriñar aquella carta sin pensar siquiera: Estoy viendo a mi madre al desnudo, pues si su odio era desnudez, la había usado durante tantos años, que ya podía ejercer oficio de ropas, como (según dicen) suelen hacer la modestia y el pudor…»

….encuentro algo sublime, estratosférico. Que haya supuestos escritores que tachen esto, o lo de Joyce, de «coñazo insufrible», es, sencillamente, negar la literatura. Pero es que la literatura ha sido negada, sistemáticamente, por lectores, editores y escritores desde hace demasiados años.