Algunas cosas ya deberían dejar de sorprender al personal. Otras no tanto. En estos días se está comentando mucho, con razón, la gran serie de HBO Chernobyl, que como todo el mundo sabe o por lo menos sospecha, habla sobre el peor desastre nuclear de la historia de la humanidad. Lo que no debería sorprender es que HBO haya vuelto a conseguirlo. Lo que tampoco debería sorprender, pero a mí, que a veces soy un ingenuo, sí que me sorprende, es que aparezcan comentarios en muchos medios de comunicación que no hablen de la serie, sino tratando de demostrar que saben más sobre el tema que nadie, en un «yo meo más lejos» que sonrojaría si no fuera tan infantil.
Lo que nadie ha hecho, y yo voy a hacer, es hablar de la serie. Hablar de la serie, sin más. No es tan difícil. También se le pueden dedicar epítetos tan épicos como «espectacular», «trágica y espeluznante», «maravillosa» (este no le cuadra mucho, pero lo he leído por ahí), «magistral», etc, etc, etc… pero esto tampoco sería hablar de la serie. Otros, los que se atrevieran, escribirán o hablarán sobre su historia, su argumento, su trama, y nos podemos sentir satisfechos por ello, pero tampoco es hablar de la serie. Hablar de la serie sería comentar el modo en que está hecha, sus actores, su estructura, su tono, su ritmo, su dirección…su puesta en escena, más concretamente. Eso (salvo de la música de Hildur Guðnadóttir, de la que han hablado, cómo no, en la estupenda web Mundobso) no lo va a hacer nadie.
Chernobyl es doblemente interesante. O quizá triplemente interesante. Por el tema del que habla, por la forma en que está hecha (y que nadie comenta), y por el momento político y social en que se ha hecho. Y este momento, 2019, estoy empezando a pensar que es mucho más terrible y sombrío, social, cultural, ideológica y políticamente, de lo que se cree. Y ciertas reacciones a Chernobyl, precisamente, son buena prueba de ello. Pero vamos por partes.
Un periodista llamado Rafael Poch, del que yo hasta hace pocas horas no tenía conocimiento de su existencia, y que al parecer es un curtido corresponsal que ha estado destinado en media Europa, y que seguro que sabe mucho de geopolítica e historia, sin duda mucho más que yo, ha escrito un artículo en el que se demuestran dos cosas: una muy preocupante…. que la gente no entiende, al parecer, lo que significa el término «ficción»; otra, menos preocupante quizá, pero aún así digna de señalar, y es que habla de lo que no ha visto (me juego cualquier cosa a que no la ha visto entera, pero luego diré por qué) y habla de lo que a él le interesa, sin el menor conocimiento de lo que está hablando. Es decir, esa arrogancia a la que me refería al principio, y que empuja a la gente que ve The Social Network (Fincher, 2010), por ejemplo, a alabarla porque contiene términos de informática y software más ajustados a la realidad que la mayoría de las películas o ficciones sobre el tema.
El artículo de Poch
En su tendencioso artículo, titulado «Chernobyl, la advertencia incomprendida», Poch (un pro-comunista convencido) ataca sin argumentos y con mucha mala uva a la serie que está fascinando a medio mundo, con ese estilo de escritura propio del que se cree que sabe mucho y alecciona al mismo tiempo a la chusma que le lee (individuos así me he encontrado, por desgracia, en muchos lugares de esta piel de toro llamada España), y al mismo tiempo elabora una racionalización como un piano de grande a los desmanes y tejemanejes de países injustamente menospreciados por medios de comunicación y por manipuladores de todo pelaje, que odian a esos verdaderos paraísos en la sombra como son Rusia y China.
Dice Poch en su artículo, que en la serie de HBO «los escenarios están muy bien recreados, las sicologías no tanto». Sin explicar el por qué de esto, que se agradecería, continúa acto seguido con «Algunas escenas y detalles son vulgares concesiones a la denigración del enemigo histórico. Los personajes centrales, el académico Valeri Legásov o el vicepresidente Boris Sherbina, han sido caricaturizados para que encajen en la habitual estructura maniquea de la industria del entretenimiento gringa, alérgica por definición a las realidades de tonos grises, precisamente las que dominaban la URSS y en la humanidad en general». Y termina este párrafo con la siguiente sentencia: «la serie ignora por completo el carácter universal de aquel accidente.
He de confesar que yo, que jamás he estudiado periodismo, y que por supuesto no he trabajado de corresponsal durante tantos años como este señor, y que por tanto tengo muchos menos conocimientos que él, me sentí un poco abrumado por la prolija cantidad de detalles que a continuación nos lanza en su texto y por su insistencia de que él vivió de cerca esos acontecimientos, y que por lo tanto está más que autorizado a despreciar la serie como esa estructura maniquea a la que él aludía. Sin embargo, me temo que se me pasó eso de estar abrumado cuando me di cuenta de que yo, que no soy periodista (ni lo he querido ser nunca), y que no soy corresponsal (que tampoco he querido serlo, aunque alguna vez lo he sido por propia iniciativa), no soy tampoco un lerdo lector que se va a dejar abrumar por nadie, y menos aún por textos escritos por un periodista que desprecia tan alegremente lo que otros hacen.
Cuando digo que intuyo que este señor no se ha visto la serie entera (es más, estoy seguro, porque de lo contrario no escribiría ciertas cosas), es porque le es inevitablemente cara. Y no por lo pecuniario, claro, sino por lo emocional. Un tipo que dice que China es uno de los países mejor gobernados del mundo, o que es capaz de tapar el sol con un dedo para cantar las virtudes de un país tan herido como Rusia, no es de extrañar tampoco que no sepa que esto es una ficción. Lo voy a poner en mayúsculas: UNA FICCIÓN. Y que además, es una extraordinaria ficción, en la que todos los actores, especialmente los protagonistas Jared Harris, Stellan Skarsgard y Emily Watson, pero también todos los secundarios, están impresionantes, a los que es muy difícil, por no decir imposible, aplicar (a menos que en la facultad de periodismo cambiaran su significado) la palabra «caricaturizados». Y al ser una ficción, no tiene ningún sentido achacarle que no sea cien por cien fiel a los hechos… por muy cercanos, o conocidos, o importantes y cruciales sean esos hechos para la humanidad.
Lo que sostiene Poch en su tesis es que esta serie fracasa porque en ningún momento alerta de una forma global de los enormes disgustos que nos pueden causar las centrales nucleares o las armas nucleares, que es como decir que Titanic (Cameron, 1997) fracasa porque no alerta explícitamente, de hacer el tonto con trasatlánticos en un océano nocturno plagado de icebergs, o que Meridiano de sangre (McCarthy) fracasa porque no explicita en su texto de forma obvia que la muerte es igual de fea en Rusia o en China que en Nuevo Méjico en 1849. Seguro que estoy pirado, pero lo que hace Chernobyl es precisamente eso. Una ficción es siempre, cuando está bien hecha, un espejo para que se miren los demás. Su mera existencia, su éxito, estoy seguro que a miles, quizá a millones de personas, les ha abierto los ojos en cuanto a las terribles consecuencias de una fisión nuclear mucho más que cualquier otra cosa que hayan leído o visto en televisión.
Poch, por cierto, no es el único. Ya he leído media docena de artículos que critican algunos fallos técnicos en el guión, o algunas licencias históricas… Tengo la sospecha de que no solamente Poch, sino que mucha gente ignora lo que significa ficción. La ficción no son los hechos. La ficción, cuando vale la pena, no refleja los hechos, sino la verdad. Una verdad mucho más nítida que cualquier telediario. Chernobyl, y otras series o películas de denuncia como esta, están más cerca de conmover y de aterrar que de querer retratar unos acontecimientos con total fidelidad. Es, en sí, un homenaje a las víctimas y a los hombres y mujeres que lucharon para que el desastre fuera menor de lo que se preveía. Es una constatación de que las dictaduras encubiertas, como la rusa o la soviética, alienta y propicia monstruos que nos explotan en las narices. Legásov, el protagonista, interpretado con una sapiencia y una elegancia increíbles por parte de Harris, no quiere ser un héroe, y la espúrea frase que contiene este artículo («él continuó libre y aún pretendía que le condecoraran») debería sonrojar al que la dijo y al que la ha reproducido en su texto. Legásov no fue partícipe del desastre de Chernobyl, sino uno de los que más ayudó a mitigarlo, y ensuciar así su memoria (murió dos años después del incidente, gravemente afectado por la radiación y repudiado por las autoridades soviéticas, se suicidó en su apartamento) sí parece digno de esa Unión Soviética que todos conocemos.
El mensaje de Poch es que esta serie la han creado los enemigos de la Unión Soviética. Bueno, supongo que él la conoce muy bien y yo no soy más que un ignorante juntaletras. Quizá habría que preguntarles a Boris Pasternak, a Mijaíl Bulgákov, a Andrei Tarkovski… a sus fantasmas, claro, pues llevan muchos años muertos…pero sus fantasmas, su memoria, siguen vivos, y nos cuentan, como nos cuentan miles de artistas, intelectuales, activistas rusos, lo que realmente era (y es…) la Unión Soviética. Supongo que Poch dirá que la monumental Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn también estuvo alentada por los pérfidos capitalistas, ¿no es así? Que los gulag chinos son un cuento de los millones de presos (o quizá decenas de millones) que los han conocido. Supongo que la premio Nobel Svetlana Alexiévich, rusa claro, en cuyos textos e indagaciones se basa en gran parte la serie, habrá sido pagada con fondos norteamericanos.
Lo que Poch (y miles, quizá millones como él) parece no comprender, además de que esto es ficción, es que, efectivamente, el capitalismo y lo que surgió tras la caída del telón de acero es deleznable desde muchos puntos de vista, que Estados Unidos no puede ir presumiendo por ahí de nada, pues es el causante directo de muchas desgracias de este mundo…pero eso no significa que Rusia y China lo hagan mejor. Tengo la sensación de que parece que tienes que estar en un bando o en otro. Quizá podríamos estar todos del bando de la verdad. Estados Unidos es de imperialismo, de un belicismo, atroces, criminales. Pero Rusia, y antes la Unión Soviética, es un monstruo en el que la democracia brilla por su ausencia desde hace muchas décadas, atrasado cultural y sociológicamente, anclado en un pasado que no volverá y con un futuro más que incierto. Y China es aún peor. Y no lo son por el hecho de ser comunistas, sino por el hecho de ser unos tiranos encubiertos.
Y para acabar dirá el lector, no sin razón: «joder, Adrián, primera vez que te metes en estos berenjenales políticos o periodísticos, en estos ensayos que se supone hablan sobre narrativa». Y no le faltará razón. Pero quiero dejar algo claro: de lo que estoy hablando, en verdad, es de narrativa. De la espinosa situación en la que se encuentra, pues empiezo a estar convencido, tal como decía al principio, que las cosas están mucho peor de lo que parecen. Cuando tienes que dejar claro en un texto, cincuenta veces, que lo que dices es tu opinión, para que nadie se te ofenda, las cosas no andan bien. Cuando en Los Simpsons (que ya de paso podían echar el cierre de una santa vez… pero esa es otra cuestión) algunos están clamando para que hagan desaparecer a Apu, cuya existencia al parecer insulta al colectivo hindú de ese país, las cosas están mal. Cuando en el New York Times cierran su sección de viñetas de humor para su versión internacional, para no herir sensibilidades, la situación es verdaderamente preocupante. Cuando el gobierno ruso amenaza con acciones legales por la serie Chernobyl, tal como está haciendo, es para tirar la toalla. Por suerte o por desgracia, he trabajado en algunas webs en las que o bien opinabas como todo el mundo, o no hacías notar demasiado tus desavenencias, o te machacaba una turba peligrosa de comentaristas y trolls.
Todo esto confluye en una narrativa amorfa, débil, frágil, incapaz… en un mundo políticamente correcto no solamente mucho más aburrido, sino también mucho más peligroso, que desde luego no es en el que quiero vivir.