Es interesante observar como dos de los fenómenos literarios más intensos de todos los tiempos, los representados por la celebérrima ‘El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha’ y la en realidad no tan conocida novela en tres partes de Tolkien, ‘El señor de los anillos’, tienen bastantes más cosas en común de las que un vistazo superficial pudiera indicarnos. Y no se trata de comparar ambas obras, algo por otro lado del todo fútil e innecesario, sino de establecer algunas ideas sobre la creación artística en general, y la escritura narrativa en particular.
Soy consciente, porque no creo estar solo en el mundo, que esta comparativa se ha establecido no pocas veces, pero bajo mi punto de vista de un modo bastante diferente al que yo pretendo argumentar. En realidad, cuando en algunos trabajos se habla de la semejanza entre Don Quijote y Frodo, o entre ellos y por ejemplo Harry Potter, se olvidan quizá de que en realidad la obra de Cervantes ha sido, simplemente, la precursora de todas ellas, como ha sido la precursora de casi todo, muy especialmente en los relatos de itinerario, o en las epopeyas modernas. Por eso, para mí, hablar de las semejanzas entre estos personajes revela un análisis bastante superficial. Una vez más, tengo la sensación de que hay que centrarse más en el cómo y menos en el qué te están contando.
Porque tanto Cervantes como Tolkien, distan mucho de ser escritores al uso. Muy al contrario, son dos rara avis, que en pocos aspectos se parecen a sus contemporáneos, y que en el siempre complejo y cenagoso género de la novela lograron sendos triunfos contra todo pronóstico, escribiendo precisamente novelas de caballerías poco habituales, por distintas razones, en sus respectivas épocas. Uno para realizar un vasto fresco intelectual de la España del Siglo de Oro, otro para tener una excusa en la que incrustar sus creaciones lingüísticas y su muy personal fantasía heroica. Pero lo que hermana a estos dos escritores tan diferentes y tan separados en sus objetivos, es precisamente la voz que les inspiró y la ejecución de sus temas. Porque ninguno de los dos era un escritor ni mucho menos consagrado ni exitoso, y sus creaciones trascienden con mucho la ingenuidad de sus propuestas.
No me cabe duda de que Tolkien conocía El Quijote. Leyendo su larga novela es imposible llegar a otra conclusión. Hasta qué punto le influyó en la historia de Frodo y Sam buscando el Monte del Destino para lanzar allí el condenado anillo de poder, es algo que puede dar a muchos debates. Pero para mí lo más importante es que Tolkien, sin ser un escritor profesional, se lanzó a un género hoy día muy estandarizado y académico, e hizo, como en su día Cervantes, muchas cosas que en cualquier escuela de escritores o canon narrativo estarían directamente prohibidas o por lo menos restringidas al ámbito de la literatura amateur. Que Tolkien, como Cervantes en su día, franqueara determinados cánones narrativos, y que hoy día sea uno de los escritores más leídos del siglo XX, no deja de ser sintomático de hasta qué punto las escuelas de literatura no son precisamente las más adecuadas para marcar el camino.
El mismo Cervantes tuvo un éxito inopinado con su primer Quijote, y él ya era consciente, en el segundo, de que su obra perduraría. No quizá que lo haría a los niveles actuales, pero sí que sería una obra recordada. Su Quijote es una de las primeras grandes novelas de la historia de la humanidad, y acaso una de las mejores. Y esto sucede por diversos y muy amplios motivos: su extraordinario ingenio, su deslumbrante sentido del humor, su asombrosa intuición literaria. A mí, en lo personal, me pasa un poco como a Fernando Vallejo: a los personajes de Shakespeare no me los creo, pero sí al Caballero de la Triste Figura. Las dos partes, sobre todo la segunda, son dos obras maestras universales del arte de todos los tiempos porque, entre otras cosas, son una radiografía profundísima del alma humana. Más allá de su pasmosa capacidad para crear momentos y diálogos memorables (que en el Quijote se cuentan por varias docenas), deja perplejo por su clarividencia, su grandísimo espíritu humanista. Y todo eso lo logra con herramientas y técnicas (la mil veces comentada disgregación argumental de sus tramas paralelas, su modernísimo perspectivismo, su experimentación y construcción de la novela moderna como creadora de una realidad alternativa, el absurdo como elemento unificador de distintos subgéneros literarios…y un largo etc) que muy pocos, sobre todo en España han empleado después. Cervantes era un visionario, y eso es algo que muchos no han podido entender, como no han podido entender el carácter poliédrico de la obra (por ejemplo, el infame Pérez-Reverte, que en su versión escolar destrozó la novela, porque por muy académico que sea, no entiende su verdadera esencia).
Algo parecido sucede con Tolkien. Cuando antes dije que su trilogía (que no es tal, pues él quería publicarla toda junta y no se lo permitieron) no es bien conocida, es más por el hecho de que la irregular adaptación de Peter Jackson haya sido aceptada como canónica, cuando su temperamento poco tiene que ver con Tolkien, y sus películas apenas acogen el espíritu tolkiano de la historia. Este autor no tenía nada profesional, y su novela lo demuestra. Muchas decisiones de estructura, de construcción de personajes, de elipsis, las habría desaconsejado cualquier taller de escritura, y sin embargo a él le funcionan, y la obra ha perdurado, y aunque en mi opinión está bastante sobrevalorada, es una novela de una rara belleza y contundente persuasión. Existe en ella una belleza esquiva y poética que la elevan muy por encima de la media de los productos actuales de fantasía heroica (aunque no fue la primera creación de este estilo en el siglo XX…ni la mejor).
Lo que tanto Cervantes como Tolkien, con sus Quijotes y sus Señores de Anillos demuestran, es que sólo los visionarios perduran, y que el llamado profesionalismo artístico, no siempre pero muchas veces nos aparta de un camino que puede ser menos aceptado en su época, pero que quizá pueda captar la esencia de todas las épocas.