Narrativa para niños, para jóvenes y para adultos

Le propongo al lector de estas líneas un pequeño juego: el de valorar si una narrativa determinada, ya sea en novelas, cuentos, películas, series u obras de teatro, es para niños, para chavales, para personas adultas. Es un juego muy sencillo, al que le estoy dando vueltas últimamente, y que creo que puede funcionar para acercarnos un poco más, si es que tal cosa es posible, a establecer una vez más ciertos valores narrativos, que es lo que yo intento una y otra vez en estas páginas.

El arte, en todas sus formas, siempre está por delante de la sociedad, del ser humano común en su realidad cotidiana. Así tiene que ser. De una forma inconsciente, casi neurótica, muchas personas que «consumen» arte, narrativa, de forma habitual, tratan de ponerle freno, de ponerle un lastre (ya sea sociológico, analítico o moral), para que se ponga a su altura, cuando en verdad la gente debería acelerar, ser más artista, como decía Oscar Wilde. Pero no sucede así, y por eso, entre otras razones, creo que tenemos, por ejemplo una literatura dedicada para niños, otra para jóvenes, otra para adultos y otra para ancianos, al igual que sucede con las películas o con las series. Y eso tiene sus cosas buenas, me parece a mí, y sus cosas malas.

Creo que el arte narrativo, el único que realmente importa, es el adulto. Ahora explicaré por qué lo pienso así, si bien debo añadir que el arte narrativo para niños puede conseguir cosas maravillosas, así como el arte para chavales. Pero cuando una película, o un libro para niños, o para chavales, llega a ser algo importante, es porque alberga en su interior cuestiones interesantes universales, que pueden tocar la sensibilidad de una persona mayor de veinte o veinticinco años. Sin embargo, muchas obras maestras de la narrativa para adultos no pueden acceder al interior de la mayoría de los niños (no diré todos…), y a muy poca gente de quince o veinte años. De igual manera, no existe prácticamente ningún artista narrativo que sea un niño o un adolescente, salvo genios tipo Mozart. El arte es siempre elitista, adulto, serio, con peso moral y estético, y las pocas películas o novelas para niños o gente joven que llegan a ser importantes es porque tienen mucho de adulto en su interior.

Con este juego que propongo, puede ser mucho mas fácil hacer una valoración de las cientos y miles de películas y series (por no decir los cientos y miles de libros que se publican…), que nos llegan y que vemos todos los años. Y resulta pavoroso comprobar cómo la mayoría de esas películas y de esas series son productos fabricados para chavales, con nula densidad estética, con preocupaciones ideas dignas de chavales más atentos al móvil que a lo que pretenden contarles. Es más, si atendemos exclusivamente a este criterio, nos damos cuenta de que la pura estrategia narrativa de los responsables de esas novelas y películas está claramente orientada a determinado público objetivo, y se puede valorar la nobleza o la complejidad de algunas propuestas, frente a la zafiedad o la facilidad de otras. Así, gran parte de la novelística actual, sobre todo la española, podemos establecer que es digna de kioscos, y que escritores infames como Arturo Pérez-Reverte o Juan Gómez Jurado (a la sazón amiguitos, por lo que parece, porque Dios los cría y ellos se juntan) escriben literatura para chavales, mientras que otros como McCarthy o Ramón Sampedro escriben para personas formadas, adultas, con una sensibilidad más elevada.

Y en el cine lo mismo. Pongo como ejemplo siempre una película que me entusiasmó desde el momento en que la vi, ‘Manchester by the Sea’, de Kenneth Lonergan, que habla de cuestiones muy duras, muy importantes, que afectan o pueden afectar a cualquier persona adulta, y que son mucho más difíciles de representar y de ejecutar que ‘Black Panther’, por ejemplo, y que poseen, en muchos aspectos, muchos más valores narrativos que muchas películas que muchos millones de chavales van a ver al cine. Películas como esa, o como ‘Paranoid Park’, de Gus Van Sant, o ‘Hell or High Water’, de David McKenzie, o ‘Locke’, de Steven Knight, u otras muy recientes, son verdaderas joyas de un valor incalculable, porque demuestran que para hacer un cine apegado a la realidad hace falta también una imaginación superlativa y un respeto reverencial a la verdad, a esa sustancia indefinida que se siente en una sala de cine, cuando vemos situaciones familiares para nosotros, y sonidos familiares para nosotros, y personas similares a nosotros, en una mirada a la altura de nuestra mirada, y esa sensación de que estamos viendo algo real se apodera de nosotros.

Imposible que eso suceda, en cualquier narrativa, desde un acercamiento infantil o juvenil, o casi imposible. Sus valores son otros, y requieren mucha menor disciplina creativa, tan solo esa pasión por la fantasía que muchas veces crea monstruos, más que imágenes perdurables.