Como últimamente, a raíz de los textos dedicados a Stephen King, Arturo Pérez-Reverte o Juan Gómez-Jurado, he escrito bastante sobre literatura más o menos narrativa, y literatura más o menos artística, me veo quizás en la necesidad de profundizar en estos conceptos, no solamente para explicar un poco mejor lo que quiero decir con ellos, sobre todo para afianzar mis puntos de vista ante mí mismo, que soy al primero al que tengo que convencer cuando hablo de narrativa. Y la narrativa es el tema de estas páginas, en todas sus formas, de modo que si quiero construir una idea definida sobre ella, he de hacerlo bien.
Recuerdo perfectamente cuando en cierta ocasión, en un texto sobre una película recién estrenada de Terrence Malick, empleé el término «antinarrativa». No solamente algunos de los lectores más profanos se quedaron extrañados ante esa palabra, también hubo otros que supuestamente escribían de los mismos temas que yo y que no entendieron a qué me estaba refiriendo (haciendo palmaria la evidencia de su enorme y cerril ignorancia). Quizá tenga yo la suerte de haber tenido profesores de narrativa, de audiovisual y de escritura, y eso me haga más digno a la hora de escribir sobre estos temas, o quizá que me preocupé de saber de qué iba todo esto del cine, de la literatura y de la ficción en general.
Merece quizá la pena explicar que antinarrativa no significa que no se narre nada, y que tengamos doscientas páginas de novela, o cien minutos de película, dedicados a un tipo mirando fijamente una pared. Lo antinarrativo narra hechos, peripecias y personajes de una forma radicalmente distinta, y a veces hasta opuesta, a lo narrativo, pero narra. Sus códigos son diferentes, a menudo abstrusos y hasta opacos para los no iniciados, pero cuando es realmente valiosa, consigue cosas, llega a lugares, que a la narrativa convencional le están vedados. Por tanto se entiende que al grueso de los espectadores este concepto, y ese tipo de ficciones, les cause rechazo o aburrimiento, cuando no animadversión. Porque para muchos espectadores, si todas las películas fueran iguales, tanto mejor, incapaces de darse cuenta de que el arte ha de avanzar en sus formas, más que en sus temas.
Decía Godard que efectivamente una historia ha de tener presentación, nudo y desenlace… pero no necesariamente por ese orden. Por ahí van un poco los tiros. Y yo, aportando mi granito de arena después de tres décadas de ver películas, leer libros y escuchar música, intento siempre que puedo evidenciar la diferencia, palpable, entre ficciones más narrativas y otras más literarias, más poéticas o incluso más antinarrativas. Y sin anteponer nunca una a la otra, y convencido de que lo antinarrativo, lo estrictamente literario y lo poético puede adherir a sus formas las de lo narrativo y más convencional (y al revés sucede también, aunque en raras ocasiones), intento (he intentado siempre) al escribir sobre películas, o libros…. sobre narrativa en definitiva, hablar de los valores de uno y otro plano del espectro de la narrativa. Porque en mi opinión, los que meten todo en el mismo saco, sin hacer diferencias, lo hacen por desidia o por interés. Y si Reverte engloba, en su visión de la literatura, las novelas de Anthony Hope o de Alejandro Dumas, o los cómics de Tintín, con ‘Moby Dick’ es que no se entera de nada, o no se quiere enterar. Porque le conviene, claro.
Para mí, lo más falsario es cuando un creador de ficciones netamente narrativas intenta trascender y hacerse pasar por algo que no es. Esto es un artista, un poeta. O cuando quiere convencer a sus partidarios de que en el fondo todo es lo mismo. Es una de las razones por las que respeto tanto a Stephen King. Él sabe perfectamente cuáles son sus limitaciones, y no intenta convertirse en Willliam Faulkner. Se contenta con ser lo que es, y lo que hace lo hace muy bien. Ojalá muchos otros siguieran su ejemplo.
Bien, entremos en materia. ¿Qué sería una literatura más narrativa y otra más artística? Antes nombré ‘Moby Dick’, la monumental obra maestra de Herman Melville sobre la que algún día escribiré un estudio en profundidad. Este sería un ejemplo perfecto de obra estrictamente literaria que incorpora a su estrategia formas de una literatura más narrativa, más convencional si se quiere. Pero son solo carcasa. El fondo y la inspiración nuclear de Melville es un mundo poético y con bastantes vetas antinarrativas. Su interés es más formal, más elevado. De ahí el estilo de su novela, y de ahí, seguramente, su fracaso de ventas en el momento de su publicación. Que haya trascendido como una de las novelas cimeras de la literatura norteamericana también podría atribuirse a su excelsa y singularísima mirada, a la fuerza artística de Melville.
La novela, tras unos primeros deslumbramientos en la segunda mitad del XIX, alcanzó una incontestable culminación en la primera mitad del XX, más concretamente en los años treinta y cuarenta, en todo el mundo, con los extraordinarios precedentes de ‘La montaña mágica’ de Thomas Mann, y el ‘Ulysses’ de James Joyce. Una de 1924 y otra de 1922. Estaban preparando el camino para Faulkner, Broch, Stapledon, Woolf, Junger, el Hesse de ‘El lobo estepario’ (1927), Yourcenar, Sarraute, y un largo etcétera. Ellos son los que intuyeron el verdadero alcance de las formas narrativas de la novela, volviéndola antinarrativa en algunos de sus títulos, atribuyendo importancia máxima al flujo de conciencia, el perspectivismo, el monólogo interior, la dislocación expresiva, y otros conceptos que lograron por fin que la novela fuera una manifestación de las bellas artes. Y lo hicieron sin olvidarse del lector, contando historias apasionantes, construyendo universos personales y dibujando una pléyade de inolvidables personajes.
Este tipo de literatura es esa que muchos, por razones que se me escapan, desprecian por insoportable, aburrida o densa. Ese lector, menos exigente, suele tender en sus gustos a una ficción más narrativa. Nada en contra, pero muchas veces me pregunto qué puede encontrar el lector en ciertas ficciones que de narrativas no tienen nada, o muy poco. Porque si nos olvidamos del perspectivismo, el monólogo interior, el flujo de conciencia y todas esas zarandajas más características de una literatura no comercial, encontramos en la gran literatura narrativa algunos valores extraordinarios que merecen destacarse cuando se encuentran en algunas películas o en algunas novelas, y que muchas veces no se encuentran en ninguna parte.
El primero de esos valores netamente narrativos sería el de contar una historia con gracia, con gusto, con sensibilidad, con pasión. Es el primero de los valores que hecho en falta cada vez que abro un libro nuevo en las estanterías de novedades. El segundo de esos valores sería el de construir unos personajes mínimamente interesantes, originales, rotundos, poderosos. Otro que me cuesta horrores encontrar en muchas películas y muchos libros. Podríamos seguir con otros valores, como la imaginación, la violencia, el suspense, el terror, la acción, la aventura… El sentido de todo ello parece proscrito del noventa por ciento de los libros que se publican, más preocupados por construir un costumbrismo epocal, o el de demostrar los meses o años de documentación histórica para hablar de la historia de los Austrias o la de El Cid Campeador. Hace falta ser un escritor de raza para escribir una gran novela de aventuras. O una gran novela de terror. Y cuando aparece por ahí una rara avis capaz de conseguirlo, intento siempre dejar claro que es alguien valioso al que hay que seguirle la pista.
Patricia Highsmith, John le Carré, Graham Greene, Raymond Chandler, John Steinbeck, Aldous Huxley, Stefan Zweig, J.R.R. Tolkien, Fernando Vallejo, Ryszard Kapuscinski, Louis-Ferdinand Céline, Stephen King… todos ellos, y otros muchos, escritores muy diferentes entre sí, han logrado grandes cosas en ficciones netamente narrativas, cada uno en su campo o especialidad. Y lo han hecho escribiendo grandes novelas, narradas con gracia y estilo, con estupendos personajes, con suspense, con acción, violencia, realismo, imaginación, terror… Es a eso, bajo mi punto de vista, a lo que tiene que aspirar un novelista que sepa que no es James Joyce o William Faulkner, y que nunca lo será.
Tristísimo resulta que hoy día la literatura de aventuras haya desaparecido. Si se busca en google la frase novela de aventuras aparecen dos docenas de libros de hace más de cien años. Supongo que los escritores de ahora están más preocupados de ser como estrellas de cine, o de televisión, o de rock, con más pose que narrativa en sus venas.
¿Y en el cine? Pues lo mismo. Terrence Malick es un director totalmente antinarrativo. Cuenta lo mismo que muchos otros, pero de distinta manera. Con una mirada única. Como David Lynch, como el mencionado Godard, como lo hizo Tarkovski o lo hizo Bergman. Todos ellos antinarrativos, y por eso a menudo despreciados por aburridos (?), densos (??) o inabordables (???). Son esos artistas a los que pseudo críticos sin la menor sensibilidad artística tilda de presuntuosos, o de estafadores…
También hay muchos cineastas narrativos que merecen un respeto, porque saben contarte una historia con un estilo y una clase inapelables, y que nos enseñan día a día cómo hacer las cosas. Pero son los verdaderos poetas, los que no hacen ficciones comerciales, los que son tachados de insoportables, los que hacen avanzar el arte, le pese a quien le pese.