En algunas grandes películas, sobre todo en las obras maestras más rotundas, es interesante observar cómo la estrategia narrativa desplegada por el director en secuencias previas, de pronto cristaliza en un bloque muy determinado y muy importante para el devenir de la historia. Esto es lo que sucede en la primera entrevista entre Clarice Starling (Jodie Foster) y el Doctor Lecter (Anthony Hopkins), en la inolvidable ‘El silencio de los corderos’ (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991). Y es apasionante rastrear cada decisión de dirección, y por eso voy a compartirlo con los lectores, incrustando de nuevo la secuencia en sí, para que podamos seguirla sin problemas:
Como es hasta obvio, esta película es el relato de una mujer sola en un mundo de hombres. Hasta esta secuencia, todas las anteriores subrayan la idea de que ante una mujer bonita como la agente Starling casi todos los hombres se van a comportar con suficiencia, altanería y escasa cortesía. Starling baja a las mazmorras de una institución mental para que un monstruo, Hannibal «el caníbal», la ayude, sin que ella todavía lo sepa, a apresar a otro monstruo, al que apodan «Buffalo Bill». En realidad, este esquema es el del relato clásico, en que el héroe ha de bajar a los pasadizos del castillo más oscuro a entrevistarse con el malvado y sabio dragón, que tiene la llave del misterio.
No creo que sea casualidad la extraña mampostería del pasillo de los reclusos, que asemeja «casualmente» la de un castillo medieval. La escena es de Clarice, o va a serlo por el momento, y la cámara le sigue en un primer plano, con un travelling de retroceso para observar su miedo y su aprensión, mientras avanza por el pasillo, y ese plano se va a intercalar con otro subjetivo, también en lógico movimiento, cada vez que Clarice mire hacia su izquierda, y observe a los reclusos en sus celdas. Al fondo del todo le espera la celda del doctor Lecter. Y cada recluso va a ser muy diferente, y todos ellos en una semioscuridad bastante inquietante. Un recluso la saluda con ojos lascivos, otro ni siquiera se mueve cuando ella pasa, y el tercero está hecho un manojo de nervios, tanto que hasta se sube por las rejas, olisqueando como un animal, y le suelta un repugnante: «desde aquí huelo tu coño».
Llegamos a la celda del doctor Lecter, en el mismo plano subjetivo en movimiento de Clarice, con la música preparándonos para el momento, y ya desde un principio percibimos la estrategia narrativa y de dirección de actores: Lecter, increíblemente cortés y cultivado, la saluda como si hubiese salido al recibidor de su casa. Después de tres presos siniestros, nos da mucho más miedo Lecter con esa actitud tan educada que no va a perder en ningún momento, porque tras esa cortesía sabemos que se agazapa un monstruo inenarrable. Su celda es la única que está iluminada (lo que quizá indica también la luz, la sabiduría que emana del interior de ese loco) y en lugar de rejas alberga una pared de cristal, supuestamente irrompible. En la novela, que siempre recomiendo leer porque es magnífica, a una reja habitual de cárcel le sigue una malla de nailon de seguridad. En la película, la idea de sustituirlo por una pared transparente, que podría parecer más segura, pero que en narrativa audiovisual es mucho más inquietante y permite al director una secuencia infinitamente más interesante que si entre ambos personajes se interpusieran barrotes.
La música cesa en cuanto los dos personajes comienzan a dialogar. Lecter le pide a Clarice sus credenciales del FBI. Demme coloca la cámara, en el plano-contraplano, tan frontal a los actores, que estos parecen mirar al objetivo, o quizá al espectador, lo que acrecienta su inquietud, y la sensación de inmersión en la escena. Y hay dos tipos de planos: primerísimos primeros planos, con los rostros de ambos actores ocupando casi la totalidad de la pantalla, y planos con escorzo, en los que el actor o actriz está de espaldas, desenfocado. Como no hay barrotes, no percibimos nada entre ellos, lo que una vez más acrecienta la inquietud y el desasosiego en el espectador. Tras unas palabras de introducción, sucede algo muy interesante.
Es el minuto 8:06 del vídeo. La secuencia estaba transcurriendo en exclusivo plano-contraplano muy cortos, muy cerrados sobre los rostros (más en el de él que en el de ella). Clarice pregunta sobre los dibujos que decoran las paredes de la celda, y la cámara y el director, que estaban manteniendo celosamente el punto de vista, se abren a un plano más amplio, en el que vemos a ambos personajes y a los dibujos en la pared, entre ellos. Lecter contesta que sí, que son suyos. Plano detalle, subjetivo, de los dibujos, que enseguida hace un barrido, una panorámica lateral, hasta regresar con fuerza al rostro de Lecter. Este movimiento, tan violento, quiere decir una cosa: que Lecter no va a dejar escapar la atención de Clarice a otra cosa que no sea su rostro y sus ojos, para que ella sea presa por entero de ellos.
Hasta aquí quizá la secuencia era de Clarice, pero ya la secuencia pertenece a Lecter. En narrativa cinematográfica las secuencias «pertenecen» a tal o cual personaje, que es el que lleva el peso, por así decirlo, de la narración. Así, una secuencia en verdad es la lucha de dos o más personajes por llevar ese peso, por ganar en importancia, en una dialéctica de enfrentamiento, de oposición. Y a Lecter, por naturaleza, no le puedes ganar nunca. Puede que otro comience la escena, pero si aparece él, él ganará en la secuencia.
Su primerísimo primer plano es más cercano, y por lo tanto más poderoso, que el de Clarice, que aguanta el tipo como puede. Y tras hojear el cuestionario que ella trata de endilgarle, Lecter pasa al ataque, a indagar en su mente de la forma más cortés y más terrible, y ya ni siquiera necesita su primerísimo primer plano. La imagen que tenemos de él es un poco mas abierta, pero le ayuda la música, para atosigar a Clarice, cuyo contraplano, poco a poco, se va cerrando a su izquierda, y abriendo a su derecha, restándole aire, agobiándola. En un primer plano, generalmente, se deja «el aire», el espacio, delante del rostro del actor cuando está ligeramente escorado. Si se cierra ese aire, si se aplasta el rostro contra el borde del cuadro, se da la sensación de que al personaje se le está asfixiando, se le está acosando. Y si además, tal como hace Demme, el plano le da aire a su espalda, a su derecha, pareciera que Clarice está interiorizando, que en su mente está bullendo, todo lo que suelta Lecter.
La secuencia termina porque ante la bravata de Clarice, Lecter la aterroriza con un breve relato y la echa de allí con delicadeza. Pero ante la agresión del preso de al lado, Lecter le pide a gritos que regrese, y ambos se reencuentran, en un plano contrapicado, para finalizar su conversación por todo lo alto, con los rostros casi pegados el uno al otro en el cristal. Concluye así una secuencia memorable, no solamente por lo que cuenta, sino sobre todo por cómo lo cuenta. En las grandes secuencias, de las grandes películas, la narrativa (la planificación, la dirección de actores, el sonido, la música) tienen un sentido, una dirección. Ya no sirve poner sin más la cámara delante de dos actores.
Espero, con estos textos, aportar algo al lector, aunque solamente sea que deje de ser un espectador corriente y pase a ser, aunque sea por breves momentos, un espectador cualificado.
3 respuestas a “NARRATIVA DE ‘EL SILENCIO DE LOS CORDEROS’ – PRIMERA ENTREVISTA”
Este tipo de artículos era lo que estaba buscando, el análisis de esas piezas técnicas que dan sentido (o no) a una película. Espero que nos sigas dejando estas pequeñas joyas.
¡Un abrazo Adrián!
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Lo intentaré siempre que tenga tiempo. Me alegra saber que aportan algo.
Un saludo!
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[…] la narrativa de algunas secuencia de películas como ‘Basic Instinct’, de Verhoeven, o ‘The Silence of the Lambs’, de Demme. Ahora, voy a comentar la de algo bien […]
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