Alguien que conocí recientemente, y con quien pasé varias tardes hablando de cuestiones que nada tienen que ver, me preguntó si yo escribía. Fue la primera vez que una persona cuasi desconocida se daba cuenta de en qué empleo el tiempo, cuando no estoy ganándome la vida para pagar mis facturas, sin ninguna pista que lo indicase. Le dije que sí, claro, y me preguntó si quería ganarme la vida con ello y de nuevo contesté que sí, y luego dijo algo que yo ya me esperaba: seguro que es algo que te apasiona, que es algo que amas, etc, etc…
Y no, la verdad que no. Los términos pasión o amor no creo que puedan aplicarse a una actividad como esta. Dejaba por escrito en cierta ocasión Isaac Belmar (del que recomiendo encarecidamente su magnífica página, Hoja en Blanco) que eso de escribir tiene que ver con reclamar una parcela de libertad individual, íntima, que de otra manera no podríamos obtener… que tiene que ver, además, con regresar a la infancia, a esa época de tu vida en la que el universo entero era tuyo. Por ahí van los tiros, pero yo añadiría algunas cosas más.
En mi caso tiene que ver también con la niebla, y con la oscuridad. Me explico.
Cada vez que en Madrid amanecemos con uno de esos días espesos de niebla, en los que la parte superior de los edificios más altos casi desaparece tragada por ella, yo empiezo a imaginar, mientras camino por la calle, historias, escenarios y personajes. Y me ha pasado siempre. Son historias, generalmente, de terror o de suspense, ¿cómo podían ser de otro tipo, mientras observo a la niebla tragarse una ciudad entera y retrotraerme a Jack, el destripador, o a Sherlock Holmes, o a Drácula. Estoy regresando, por obra de un fenómeno atmosférico, a mi infancia, a las lecturas primigenias. Y a esas lecturas les estoy añadiendo mi experiencia posterior, las estoy vistiendo con la música que escucho en los auriculares, las estoy reescribiendo con mi personalidad actual. Y cuando eso me sucede, lo que más me gustaría sería volver a casa, plantarme de nuevo delante de este ordenador en el que ahora estoy tecleando, y escribir una de esas historias.
Y no quiero hacerlo, en realidad, para ganar dinero o para ganar fama, o para ser famoso, o para que me adoren (aunque lo primero no estaría nada mal…), sino porque quiero ser parte de eso que tanto me gusta, que tanto me obsesiona. Y no lo hago por amor, o por pasión, sino por necesidad. Decía Stephen King que los escritores lo serían, o lo intentarían ser, intentarían crear su arte, aunque ese arte fuese malo, aunque estuviera prohibido, aunque se jugaran la vida por ello, aunque fueran despreciados o perseguidos por ello. Y es verdad. No tienen nada que ver con amor o con pasión, sino con una necesidad. Es algo parecido a una droga. O es directamente una droga. Otros eligen otras (el alcohol, el tabaco, la coca, la televisión, los dulces, el sexo o el juego). Nosotros elegimos esta.
Y con la oscuridad me pasa lo mismo que con la niebla. Cada vez que veo un punto de luz en la oscuridad, proveniente de una llama, o de una lámpara, o de un faro, que rompe la tela de la oscuridad, mi mente se va por otros derroteros, y no puedo evitar ponerme introspectivo. Pienso en la muerte, en dios, en el diablo, en la humanidad, en el planeta Tierra flotando alrededor del Sol y acompañándole a través de la galaxia y del universo. No lo puedo evitar. Me pongo a reflexionar y me gustaría tener papel y boli, o un teclado y una pantalla, para sacar todo eso. Y no sé por qué, pero es así. Y cuando por fin lo saco (a veces peor y a veces mejor), no es que sienta un alivio, sino que puedo reconocer mis ideas y mis sentimientos con mayor claridad. Mi droga me ha servido para entenderme un poco más.
Porque… ¿qué es un escritor? Algunos dirán que simplemente una persona que escribe. Otros que es exclusivamente aquella persona que es publicada y tiene varios libros editados. Pero a veces olvidamos que un escritor, un narrador, escribe o narra, además de por algo, para algo… Y yo creo, cada vez más firmemente, que los verdaderos escritores son los que nunca han sido publicados, o los que son practicamente desconocidos, pero siguen escribiendo. Escribir para que un editor te publique y te pague, y para que la gente diga lo bueno que eres y te de palmaditas en la espalda, no es lo mismo que escribir para ser libre, para hablar de la oscuridad de tu interior y de la niebla del exterior, sin esperanza de que jamás nadie se fije en ti, sin esperanza de que por fin te publiquen en un sello, aunque sea pequeñito y humilde.
Por eso, cada vez que leo a uno de esos bestsellerados decir que cualquier día lo dejan, que hay épocas en las que no les apetece escribir, que el público es el juez soberano (lo que en otras palabras quiere decir que escribe para ellos, para que le compren sus libros) sé que no estoy ante un verdadero escritor. Los escritores de verdad, en mi opinión, son los que se levantan todos los días a las siete de la mañana a escribir lo mejor que pueden, sin la menor esperanza de recompensa, y luego se van a su trabajo mediocre. Los que no quieren escribir para tener un estilo de vida, sino los que quieren una vida que les permita escribir. Los que no son felices en saraos, y conferencias y firma de libros y mesas redondas, sino los que serían felices si se pudieran pasar más horas al día escribiendo y leyendo.
Y no hablo de felicidad como la de los cuentos de hadas. Sino con la felicidad de estar vivo, de saber que tu vida tiene un sentido, por muy oscuro y nebuloso que sea.