¿Cómo definir, o siquiera distinguir, una gran obra literaria?

El otro día… en realidad hace varias semanas, buceando en Spotify con la intención de encontrar un podcast que hablase sobre cultura, más concretamente sobre literatura, sobre cualquier clase de literatura…y cualquier tipo de podcast más o menos profesional, después de mucho desesperarme y de mucho quitar a los veinte segundos varios programas de aficionados, encontré cierto programa que no estaba del todo mal y que no voy a nombrar aquí. El lector enseguida verá el porqué. Se trata de un podcast de cierto profesor de literatura (cuyo nombre, por mero respeto, tampoco voy a poner por escrito), muy versado en todo lo que dice, aunque un tanto engolado en su forma de hablar, que si no recuerdo mal le contaba al oyente lo que a grandes rasgos pueden considerarse los rasgos estéticos de una obra literaria.

Para llevar a cabo esa empresa, el profesor desentrañaba una serie de textos. Uno de ellos era el muy famoso relato de Roald Dahl ‘El hombre del sur’, que hace varias décadas Hitchcock llevó a su mítico ‘Alfred Hitchcock presents’, y que Tarantino escogió para adaptar en su segmento del largometraje colectivo ‘Four Rooms’. Es una historia de sobra conocida: un tipo se apuesta con otro que no es capaz de encender su zippo diez veces seguidas… si lo logra le regala su Cadillac… en caso de no lograrlo le cortará el dedo meñique. En el programa, el profesor, seguramente universitario, explicaba lo que eran los rasgos estéticos de la obra. Por ejemplo, la presentación, en la que se hablaba de un día ventoso, desapacible (que claramente dificultará el encendido del zippo…), o un comentario muy habilidoso de Dahl en el que menciona la vitola roja del cigarro que está a punto de encender, en clara alusión al dedo a punto de ser amputado.

Siento contradecir al profesor universitario, pero todo esto no son rasgos estéticos. Acaso detalles narrativos, escénicos, dramáticos. Quizá podríamos definirlos como apuntes habilidosos, de un cariz malicioso por parte del autor, pero no estéticos. En mi opinión, Roald Dahl no vale mucho como escritor. Es habilidoso, astuto, ingenioso, pero no es un gran escritor, no produjo obras literarias de gran altura, porque no era capaz, o no quería, o no le interesaba, dejar una impresión en el lector. Pero vamos por partes.

Al grueso de los lectores de libros (al igual que al grueso de los espectadores de películas) les importa un comino los valores estéticos de una obra literaria, o por qué algunos locos siquiera se molestan en buscarlos. Estas líneas están dedicadas primero a mí mismo, que para eso las escribo, y en segundo lugar a los lectores que sí quieran entender, o reflexionar o encontrar las razones que situaría a una obra por encima de otra, o por lo menos que le permitirían valorar, en su conjunto y en sus partes, una novela como muy valiosa o como muy poco interesante. Y no resulta tarea fácil, ni siquiera si tenemos en cuenta la cantidad de libros, estudios, ensayos, artículos, conferencias, que existen sobre este tema, con los que podrían llenarse varios transatlánticos de lujo…y quizá hundirlos con su peso. Hasta el bueno de Stephen King, en cierto sentido, con su ‘Mientras escribo’, o con ‘Danza macabra’, intentó profundizar en ello a su propia manera.

Pero vayamos más hacia atrás. Yo recomendaría, para empezar, la magnífica ‘Filosofía de la composición’ de Edgar Allan Poe. Decía Harold Bloom que el estilo de Poe era casi invariablemente atroz. Yo creo, por el contrario, que el que tenía un estilo de crítica literaria invariablemente atroz era Harold Bloom, y que Poe era un genio. Pero supongo que será cuestión de opiniones. Tengo un estupendo volumen, aquí al lado del teclado, con ensayos y críticas de Poe, entre ellos el nombrado y otros como ‘El principio poético’, igual de interesante e incisivo que el primero. Poe decía, entre otras cosas, que la fuerza de un relato se debía sobre todo a sus últimas páginas, a su último párrafo, y casi a su última frase. Decía también que un relato debía poder leerse de un tirón, casi como un trago de licor, y que toda su composición debía estar dedicada a esos dos fines. Creo que no andaba muy errado. Algunas décadas después, otro genio, esta vez irlandés, llamado Oscar Wilde, opinó que una obra literaria, como cualquier otra pieza artística, tiene como fin producir un estado anímico muy determinado en el lector.

No sé qué opinará el lector de este artículo, pero a mí todo esto me suena a verdad. A algo cierto, no a elucubraciones universitarias.

Las ideas del profesor universitario al que me refería al principio de este artículo, que sin duda encontrarán eco en muchos otros profesores y alumnos de literatura de muchas escuelas del mundo, me parecen, con todos los respetos (o sea, con ninguno) muy primitivas y casi estúpidas. No van a acercar al lector que ansíe acceder a conocimientos superiores a una mayor comprensión o acercamiento a grandes obras de todos los tiempos. Y eso que no dudo que en ciertos aspectos esas ideas pueden tener cierta relevancia, pero despistan de lo verdaderamente importante, de la esencia de las cosas, de su naturaleza.

Porque, a fin de cuentas, un libro son un montón de palabras, organizadas en frases, estas en párrafos, con algún que otro (o con muchos) diálogos, todo ello agrupado a su vez en capítulos o partes. Nada más. Ocurre como con las películas: no son más que un montón de planos, agrupados en secuencias, que a su vez se organizan en un todo más o menos estructurado que es el filme final. No parece muy difícil de hacer, en ninguno de los dos casos, y de hecho no lo es. Muchos escritores o directores sin demasiado talento o demasiada exigencia, a base de repetir lo que han visto, y de hacerlo una y otra vez, adquieren cierta mecánica y logran obras más o menos sólidas, o vistosas. Pero…¿por qué algunas obras literarias (o cinematográficas) adquieren otro nivel? ¿Dónde reside esa alquimia? ¿Por qué existen algunas novelas que literalmente nos hacen volar? ¿Qué tecla oprimen o dejan de oprimir? ¿Dónde está el secreto?

Hace pocos días (esta vez sí) tuve ocasión de leer una nueva novela de Faulkner: ‘El villorrio’ (The Hamlet), de 1940. Está dividida en cuatro partes, y cada una de ellas subdividida en capítulos, y estos en pequeñas partes también. La segunda parte, titulada ‘Eula’…creo que está entre lo mejor que he leído jamás. Es sencillamente sublime. El resto de la novela es excelente, algo irregular, pero realmente imponente en cuanto a complejidad, hondura humana, riqueza conceptual, energía en la creación de caracteres… pero esa segunda parte, apenas unas cuarenta páginas, puede que menos, son algo estratosférico, indescriptible. ¿Cómo lo logra Faulkner? Confieso, no sin cierto rubor, que la lectura de esas páginas me conmovió de una manera extraordinaria. Casi me hizo llorar. Pero no por la historia que cuenta, bastante sórdida por otro lado, sino por la forma en que está contada. Y las leí una noche de puro agotamiento, medio enfermo y amargado, y esa lectura me transportó a otro nivel, muy por encima de las nubes.

¿Cree el lector que exagero? Ni por un momento.

Para Ingmar Bergman, el célebre director de cine sueco, el arte comienza y termina con la relación del ser humano con Dios. Y cuando el ser humano no se relacione con Dios, o no lo necesite, el arte desaparecerá. Estoy bastante de acuerdo. Pero yo no diría Dios, sino quizá esa parte espiritual que existe en nuestro interior, que nos impele a elevarnos, aunque sea con relatos de terror, aunque sea a través de la melancolía, o el dolor más atroz. Quizá a eso se referían los genios nombrados, Poe y Wilde: a un estado anímico que nos eleve, que nos golpee, que nos hiera, que nos haga sentir más vivos. ¿Pero cómo lograrlo? ¿Cómo?

Mientras escribo estas líneas cientos de millones de personas, muchas de ellas viviendo una existencia bastante precaria, esperan a que salga la próxima novela comercial de este o de aquel autor o autora. Ese tipo de literatura de evasión por la que están dispuestos a entregar dinero, inconscientes de que se les está ofreciendo una ínfima, acaso una inexistente porción de algo que podría de verdad iluminarles el espíritu. A esas miríadas de personas no se las puede convencer de nada. Pero sí a otras.

Cuando hablo de narrativa, o cuando dejo por escrito las minicríticas de cientos y cientos de películas (ya llevo 618…y las que me quedan), intento encontrar, una y otra vez, las razones, los rasgos, los motivos, las trazas de una gran obra, la que tanto las diferencia de una obra mediocre: la categoría humana de la propuesta, la exigencia formal, la complejidad en la construcción y estructuración de los hechos, la capacidad de síntesis y de elipsis, la riqueza de los personajes, la pertinencia de los detalles más descriptivos u ornamentales… y una y otra vez tengo la sensación de que lo tengo, de que lo comprendo, pero esa sensación se me escapa como arena entre los dedos. La intuyo pero no la veo, la sospecho y la siento, pero no la paladeo ni la capturo. Pero sé perfectamente, algo me lo dice, que ‘La montaña mágica’ es una obra maestra de todos los tiempos, y que jamás morirá, al igual que ‘De Profundis’, ‘La muerte de Virgilio’, ‘Mientras agonizo’, ‘Meridiano de sangre’, ‘Crimen y castigo’, ‘El lobo estepario’… Y que otras, muchísimas, incontables novelas, o por mejor decir pseudo-novelas, que venden millones de ejemplares, y hacen millonarios a los sinvergüenzas que las paren, ya nacieron muertas, y matan un poco más el espíritu de sus lectores día a día.

Y es que algunos tienen el GPS, el literario, definitivamente roto.

2 Comments

  1. Me pasa lo mismo en tanto en cuanto puedo apreciar obras maestras, pero no razonar y explicar por qué son grandes.
    Esos genios colosales que nombras: Wilde, Poe, Mann, Hesse…, son genios porque intuyen cosas que a nosotros se nos escapan, creo yo.
    Muy buen artículo. Un abrazo.

    Le gusta a 1 persona

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