Creo que fue Fernando Vallejo, en el documental ‘La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo’, quien dijo que el amor, como el odio, es parte de la vida. Puede que sea verdad, pero no puedo asegurarlo. Y todos tenemos filias y fobias, algunas inconfesables, otras inexplicables, pero todas viscerales, difíciles de moderar, casi imposibles de contener. Puede que sea una de las características de la naturaleza humana.
Y en el cine, o en cualquier otro soporte narrativo, pasa lo mismo. Todos tenemos a cierto director, o a cierta escritora, o determinada actriz o determinado actor al que sencillamente no soportamos. Y llegado el momento podemos reconocer que han hecho algunos buenos trabajos, pero no les soportamos, y poco se puede hacer al respecto. El problema no es ese. El problema es cuando todo, o prácticamente todo, se basa en el «me gusta» o «no me gusta», en «lo amo» o «lo odio», en «esto es una obra maestra» o «esto es una puta mierda». Y este es el estado de la cosas actual. Por cada Rodrigo Cortés (un razonamiento mesurado, argumentado, conocedor de lo que habla, respetuoso con las ideas que no concuerdan con la suya) hay cientos de Juan Gómez-Jurado (trolls agazapados en pedantería, pensamiento adolescente y poco razonado, opiniones en extremo polarizadas, argumentos infantiles). ¿Y qué se puede hacer al repecto? Me temo que poca cosa.
Recuerdo cierta conversación que mantuve hace muchos años en la Escuela Oficial de Cine de Madrid, en la que varios compañeros, como era de esperar, ensalzaban a Stanley Kubrick, y llegó el momento en que me preguntaron a mí, o tuve la oportunidad de decir lo que pensaba. Y lo que dije fue lo que siempre he pensado: que Stanley Kubrick no es para tanto, por lo menos en mi opinión. Jamás olvidaré cómo me miraron. Hablo en serio: parecía que se habían tragado, todos, una abeja al rojo vivo que se quedara unos segundos en su garganta, y luego bajara hasta su estómago, revoloteando y causando estragos. Se me quedaron grabadas sus caras para siempre. Yo, en mi inocencia (porque durante gran parte de mi vida, hasta hace no muy lejanas fechas, he sido bastante benévolo y hasta bobo, esa es la verdad), tenía la esperanza de que mi afirmación iniciara un debate más o menos interesante sobre la carrera de ese director, pero en lugar de eso la conversación se terminó, y dio paso a ataques directos a mi nulo gusto cinematográfico y mi escaso sentido común.
Y esto, repito, en la Escuela de Cine de Madrid. Por eso no me sorprendió en absoluto cuando empecé a escribir en varias revistas digitales, y en todas y cada una de ellas (unas más y otras menos, pero siempre dependiendo del número de lectores, no del número de neuronas), me las tuve que ver con una caterva de energúmenos a los que no sentaba nada bien que yo me limitara a decir lo que pensaba sobre tal o cual película, sobre este o aquel director, siempre desde la mayor honestidad de la que era capaz. Todos esos «amantes del cine», todos esos «defensores de la libertad de expresión», exigían, me exigían, un respeto por sus ideas que ellos, de primeras, no eran capaces de dedicar a los demás. Mientras me insultaban y censuraban cada uno de mis textos, alardeaban de ser los valedores de cómo hay que enfrentarse a una crítica cinematográfica, de cómo hay que disfrutar de las películas, y del respeto que se les debía por el mero hecho de existir. Para esos sujetos, argumentar que una película que a ellos, casualmente, les gustaba, era vacua, o sin alma, o era un espectáculo al servicio de la nada, significaba, sin ambages, un ataque personal contra ellos, y debido a eso se sentían legitimados para insultar, despreciar, atacar, injuriar, difamar…
Y no creo haber sido el único que ha sufrido esa experiencia. Pero uno habla desde su experiencia.
Y creo que desde entonces, la cosa ha ido a peor. La capacidad crítica del espectador medio se reduce a me encanta o lo detesto, y nadie escucha a nadie ni desea aprender, pues todo el mundo parece en posesión de una verdad absoluta, y desprecia la de los demás. Todo esto de lo que estoy hablando tiene una definición: fascismo. Tal cual, fascismo. Intolerancia, intransigencia, fanatismo. Y no es una consecuencia de un mundo fascista e intolerante, sino la causa, desgraciadamente. De ahí nace lo que luego vemos en el senado, o en el congreso, o en otros países supuestamente democráticos. Todo empieza por no saber aceptar que el de enfrente no opina igual que tú. Con no poder vivir con eso, con no poder soportarlo, conque sus argumentos, bien elaborados, sean para ti como un insulto, o peor que insulto. Un ataque directo a tu integridad personal, a tu identidad. ¿Cree el lector de estas líneas que exagero, que me estoy saliendo de madre? Ni por un segundo.
Todo depende de la madurez mental, madurez que he de decir que he encontrado en muy pocos de los comentaristas o críticos (aunque ellos odiaban a los críticos «serios»…pero se jactaban de ser uno más de ellos) de los que he conocido en mi vida. La mayoría de las personas se enfrentan a una película, un libro, una serie o un cómic como el que toma posiciones en un partido de fútbol, o en una batalla.
Me decían, y aún me dicen de cuando en cuando, que yo odio a Ridley Scott, por ejemplo. Y no es verdad, aunque reconozco que no me cae bien. Con su enérgico rictus de británico arrogante, con ese punto chulesco y soberbio tan propio de ciertos individuos de su país (y de otros países), es ese tipo de «artista» o de director, que no me convence. Y mucho más importante, además, el hecho de que su carrera me parece cuestionable. Evidentemente, yo no conozco al individuo. Seguro que en persona es un abuelito encantador que regala caramelos a los niños y ayuda a las personas impedidas a cruzar a la acera. Todo eso no me interesa. Me interesa, claro, su figura pública, su imagen de artista. Y he de decir que, salvo su extraordinario sentido de la atmósfera, no hay nada en su narrativa que llame la atención. Y pese a ello, algunas películas suyas me gustan. Tiene alguna realmente estupenda. Pero también tiene unas cuantas realmente pobres, e incluso repugnantes.
Es un caso extremo, quizá el más grande de nuestro tiempo, de fanatismo ciego. Ocurre como con Clint Eastwood. Tanto al británico como a Eastwood se les perdona todo. Da igual que encadenen una película lamentable tras otra. Existe una bula papal, concedida por sus millones de adoradores, por un sector de la crítica, por los medios de comunicación, que les exime de responsabilidades. Hicieron tal o cual película realmente buena, luego pueden pasar varias décadas haciendo películas maniqueas, torpes o directamente espantosas. Eso tiene un nombre: amor ciego. Amor de fanboy. Por el contrario, a otros cineastas mucho más valiosos y valientes, se les mira con lupa cada cosa que hacen, y no importa que hayan dirigido dos o tres películas seguidas realmente formidables, si la siguiente es más floja les destrozan, les machacan y les hacen picadillo. Si eso es cinefilia habría que redefinir el concepto.
Lo cierto es que ni el amor ni el odio viscerales tienen cabida en cuanto a la labor crítica, y es una labor que se hace entre todos, ya sean artistas, espectadores, espectadores cualificados, lectores, lectores cualificados, o incluso críticos e historiadores. Que un escritor o un director con una trayectoria magnífica de repente salga con un mal trabajo no es para tanto. Se certifica que es un mal trabajo y se sigue adelante. No ha manchado su imagen, ni ha destruido su reputación ni su legado por uno o dos o tres malos trabajos. Poco importa ya que Quentin Tarantino dirigiera ‘The Hateful Eight’, que Cameron hiciera ‘True Lies’ o que David Lynch perpetrara ‘Fuego: camina conmigo’. Lo que importa es que han hecho más cosas, y que sus triunfos eclipsan sus errores. Y poco importa lo que diga tal o cual persona, por mucho que su tono sea más contundente, o sus ideas choquen frontalmente con las tuyas. Si posees suficiente madurez mental, suficiente personalidad, tendrás la fuerza requerida para sostener tus argumentos, sin necesidad de injuriar o de patalear.
Yo reconozco que tengo algunos defectos. A veces tengo bastante mal genio, sobre todo con lo que yo considero que son grandes injusticias. Y a veces me puede mi vanidad intelectual. Es así, y aunque podría ser peor, de vez en cuando ambos defectos asoman la patita por aquí y por allá. Ahora bien, procuro escuchar a todo el mundo, y sólo ataco a los que se pasan de prepotentes, a los matones de tres al cuarto, a los intransigentes que se creen con derecho a decir las majaderías más grandes con total impunidad. Pero no ataco con insultos, sino con argumentos, no con injurias, sino con más argumentos. Pero la experiencia me ha enseñado que los argumentos a muchos les duelen más que las pedradas verbales.
9 respuestas a “Amor y Odio”
Quien es un poco inteligente y tiene pensamientos propios, seguramente ha sufrido esa intolerancia de la que hablas. A la gente le gusta que todos pensemos igual, que alabemos todos lo mismo, así consiguen crecerse dentro de sus estrechísimas exigencias estéticas.
¡Un abrazo, Adrián!
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Absolutamente. La intransigencia es universal, y siempre va hacia arriba.
¿Qué te parece la imagen que he puesto? A mí me hace mucha gracia.
Un saludo!
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Sí que es graciosa. Muy sarcástica al juntarla con el texto.
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Ya sabia yo!
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La Ilustración nos dejó como uno de sus legados más importantes EL PENSAMIENTO CRÍTICO. ¿Qué ha sido de él? ¿Es que es imposible que se extienda a las masas o es que lo que se extiende y promueve es más bien otra cosa? Así es imposible que exista crítica literaria o de cine o de arte en general: todo lo que queda son promoción, propaganda y partidismo, emociones viscerales y ese triste panorama que tan bien describe Adrián.
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Hola, Mary
Pues a lo mejor es imposible. Pero quizá bastaría con pedir un poco de sentido común.
Gracias por tu comentario!
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Y la imagen es genial.
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Ya somos tres los que lo pensamos 🙂
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[…] yo le deteste, porque a diferencia de muchos soy capaz de establecer jerarquías intermedias entre el amor y el odio, y también creo que Spielberg ha nacido para hacer cine. Es un narrador nato, y en su ya larga […]
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