Sé perfectamente que si el infierno existe, y estoy casi seguro de que sí, yo voy a ir a él. Por algunas cosas que pienso y escribo y que me gustaría hacer, y por cosas como las que voy a escribir ahora. Pero no me importa. Al menos dije y escribí lo que pensaba, con honestidad y sin medias tintas, sin preocuparme demasiado por lo políticamente correcto ni por algunas reacciones negativas.
Todo esto tiene como punto de partida el reciente fallecimiento de Carlos Ruiz Zafón, conocido escritor español, a los 55 años de edad (bastante joven, pero la parca es lo que tiene, que te llega sin avisar ni respetar edad ni condición), quien según cuentan escribió algunos libros que vendieron millones de ejemplares en todo el mundo y fueron traducidos a decenas de idiomas, y estaba considerado uno de los grandes literatos (por lo menos a nivel popular) de nuestro país. Ha muerto en Los Ángeles, dicen, porque «trabajaba para la industria cinematográfica», sin que nadie especifique muy bien lo que hacía. Ni un crédito en IMDB, a menos que ande yo muy errado. Todo el mundo, o casi todo el mundo, ha llorado su muerte casi como si se tratara de Gabriel García Márquez o algo por el estilo. De modo que esta vez no se aplica esa máxima de que cuando te mueres todo el mundo te quiere, porque a este señor ya le quería todo el mundo antes de irse al otro barrio.
Escucho en el telediario, estupefacto, que Carlos Ruiz Zafón había revolucionado la literatura (no la industria editorial, no su género, no la aceptación popular, no… la literatura a secas…), y poco menos que había salvado a los pobres no-lectores de seguir siéndolo. Casi un santo, un mártir de las letras este hombre, cuya obra es la más leída en español desde la aparición del Quijote (esto también lo decía en el telediario, no es que me lo haya sacado de la chistera). Y yo, una vez más, no puedo hacer otra cosa que lamentar profundamente el estado de las cosas, porque no me queda más remedio que fiarme de mí mismo, y sé perfectamente que Carlos Ruiz Zafón era un pésimo novelista. Un escritor deplorable como tantos otros que asolan nuestra literatura y la de otros países y que, tal como decían en ese opúsculo, leían sobre todo los que no leen con asiduidad. Esa es la clave.
Sólo un escritor deplorable escribiría estos párrafos, los primeros de un volumen que ha vendido millones de ejemplares y que lleva el rimbombante y hueco título de ‘La sombra del viento’:
«Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el
Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y
caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de
vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre
líquido.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni
a tu amigo Tomás. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra
por la vida.
—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes
contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La
enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el
día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz
para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un
espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre
y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El
piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y
libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que
algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas
que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a
conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las
incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día…
No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella
casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos,
creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces,
mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.«
Eso de «desgranaban los primeros días de verano» es muy revolucionario de la literatura, concretamente se escribía así en el siglo XVIII y primeros del XIX. En cuanto a esa frase mítica («…caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de
vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre
líquido«) es la frase que escribiría alguien que no es novelista. Sencillamente. ¿Qué es eso de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza? ¿Qué es eso de que se derramaba como una guirnalda de cobre líquido? A mí que me lo expliquen. Y la cosa es así ¡durante todo el libro! Que si las librerías huelen a magia, que si comparaciones idiotas con imágenes que no vienen a cuento… Literatura de la abuela tricotando en el rincón al lado de la chimenea, muy revolucionaria ella. Muchos han leído estas páginas porque es un canto de amor a Barcelona, y supongo que eso supone un arrastre nostálgico, pero tal cosa no justifica una novela, ni mucho menos los millones de ejemplares vendidos. Pero menos que cualquier otra cosa las loas de decenas de «críticos» literarios, de medios importantes proclamando que este engendro literario es poco menos que una obra maestra de la literatura universal.
Que si tiene una escritura sublime (Sunday Times), que si un clásico contemporáneo (Daily Telegraph), que si el mejor libro del año (Le Figaro), que si García Márquez, Umberto Eco y Jorge Luis Borges digievolucionan y se funden en uno (The New York Times)…así hasta dieciocho opiniones laudatorias incluidas en las págínas iniciales de ese best-seller, para convencer al lector poco habitual, o directamente al ciudadano que no lee jamás, de que se lo compre y que a lo mejor lo lea. Pero Carlos Ruiz Zafón no tenía ni idea de lo que es la literatura, y todos esos críticos que le pusieron por las nubes no se la leyeron, simplemente, sólo recibieron la orden de ponerla por las nubes, porque no hay por donde cogerla. Alberto Olmos dijo hace poco que Elvira Sastre y Marwan «no tienen ni puta idea de poesía ni de nada». Y tiene razón. Menos razón tiene cuando dice que nuestra élite intelectual son Savater y Marías. Y yo tengo toda la razón cuando digo que Carlos Ruiz Zafón ni era novelista ni lo será jamás, así hubiera vivido cuarenta años más, del mismo modo que ni Savater (estupendo filósofo y pensador, nunca literato), ni Marías serán tampoco novelistas, ni aunque se mueran ahora y todo el mundo empiece a adorarles, ni aunque vivan treinta años más.
Y ahora este señor se ha muerto y todo el mundo le llora, pero yo, que lógicamente no deseaba su muerte, pero cuyo fallecimiento me trae sin cuidado porque ni le conocía ni me interesaba lo más mínimo, lloro por otras razones: el nivel de los escritores españoles (y muchos internacionales), y la desidia casi perversa de la crítica, en todo el mundo, conchabada con las editoriales para venderle basura al respetable. Pero ya no hacen falta para nada, pueden despedirles a todos y ahorrarse sus sueldos, porque ya una enorme masa social está convencida de que «necesita» comprar el último libro de Pérez-Reverte, de Gómez-Jurado, de Elvira Lindo, de Almudena Grandes, de Ildefonso Falcones, y por supuesto los editores saben cuánto van a vender las sucesivas reediciones de la farfolla literaria de Ruiz Zafón, ahora que ha muerto.
Pero yo lo seguiré diciendo todo el tiempo que pueda, sin desfallecer. Todo eso que acabo de nombrar y mucho más, no es literatura. Es hojarasca. Son best-sellers baratos, algunos disfrazados de erudición o historicismo, pero contenidos narrativos de muy bajo nivel. No lo lean, por favor. Léanse algo que de verdad sea algo grande, sea verdadera literatura. Como por ejemplo, y con esto doy por finalizado este artículo, esta maravilla de Herman Broch, titulada ‘La muerte de Virgilio’:
«…pero centelleantemente impenetrable, inmóvil e imprevisible, se extendía alrededor de él la tonalidad del sueño, centelleando de perdición subyugadora de los dioses, inexorable, abarcándolo todo, eliminando la creación, complicados mutuamente el bien y el mal, innumerables los cruces, infinitas las sendas de los rayos, ultraterrena la luz, pero todavía en lo calculable, todavía terrena, todavía finita, destinada a apagarse…¿Se iba el sueño? ¿Y con el sueño que se iba, se iba, pues, el soñador?»
Esto es escribir.
Es impresionante lo que están jodiendo con Zafón. El nivel es pésimo: la gente lee de la misma manera un libro de este hombre que uno de Dostoievski, si es que lo lee.
Pero tienes razón, a los mediocres y a los vendehumo se los olvida; los benefactores de la humanidad perduran.
‘La muerte de Virgilio’ es una obra absolutamente magistral.
Un abrazo!!!
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El panorama, desde luego, es para tirar la toalla…
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Por no resultar tan desalentador: he empezado a leer, gracias a tus recomendaciones, ‘Contra esto y aquello’, de Unamuno. He encontrado una edición muy bonita, de 1928, y muy bien conservada. No, no he podido agenciarme otra más vieja jajaja. Ya te contaré.
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Joder qué suerte…. cuánto te ha costado esa maravilla?
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Pues lo he pillado en iberlibro por 8 euros más 3 de gastos de envío. Había unos cuantos como el mío… la verdad es que fue un chollo.
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Genial, tío. Me alegro. Ahora solo falta que te guste tanto como a mi
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