Comparar es clave para alcanzar criterios estéticos y narrativos

Es esa una de las razones de que yo cada vez esté más convencido de que un crítico de arte (literatura, música, cine, cualquier soporte narrativo o no narrativo) nace, no se hace, aunque luego, a lo largo de los años, y las décadas, sea obligatorio formarse y adquirir una serie de conceptos y de ideas que no pueden adquirirse simplemente leyendo o viendo películas: porque algunos ya de niños, en cuanto nuestra curiosidad y nuestra mente comienzan a bullir de manera incontrolable, empezamos también a comparar unas obras con otras y a establecer jerarquías, a elegir qué ejemplos, qué trabajos, qué titulos, son los que pondríamos más arriba, y cuales otros más abajo, o al fondo del todo. La labor del crítico, más que «criticar per se» (es decir, más que valorar o juzgar) consiste en ordenar, en establecer una visión de conjunto de una época, un fenómeno artístico, y luego desentrañarlo, ofrecerle las claves al lector de nuestra crítica, ayudarle a hacer ese mismo trabajo y a producir en su mente criterios propios, cimientos estéticos, conceptos que van a ser el andamiaje de un pensamiento.

No es esta una idea muy popular o aceptada entre la mayoría de la gente con la que me he topado, tanto a la hora de hablar de estas cuestiones de manera fugaz, como en foros o en páginas donde he trabajado. En cuanto se intenta establecer alguna clase de jerarquía personal y a comparar unas ideas con otras, a comparar unos títulos con otros para hacerse entender, surge la tan manida frase de que «no se debe comparar», o «no se puede comparar», o que «comparar es absurdo». Frases, ideologías, con las que yo no puedo estar menos de acuerdo. ¿Cómo que no se puede comparar? ¿Por qué no se puede comparar? Evidentemente, hay cosas que son incomparables (Cervantes y Shakespeare, por ejemplo…), pero antes de constatar que son incomparables, irónicamente, hay que intentar compararlas. Espero se me entienda. Hay que situar una creación frente a otra para entender ambas y otras que las rodean. Las obras no viven en un vacío ni subsisten por sí mismas. En este mundo postmoderno en el que vivimos quieren convencernos de que todo posee el mismo valor, y de que todo es igual y en definitiva igualitario, y no es cierto. Sólo piensa así quien posee una mente perezosa y quien se ha dejado convencer por la tóxica ideología de un mundo en el que las ideas comienzan a desaparecer.

Y así sucede: la gente ve una película tras otra, lee un libro tras otro. Sin más. Como quien acude al Museo del Prado y camina (la mayoría, me consta) entre cuadro y cuadro, dedicándole una ojeada de unos cuatro o cinco segundos a cada uno de ellos, y pasando al siguiente, terminando su «jornada cultural» y sintiendo que su existencia es un poco más cultural, un poco más culta en definitiva, antes de zambullirse en la lectura de un nuevo libro, o en el visionado de una nueva película. Esto no son lectores ni espectadores, sino consumidores de productos culturales, que además pasan la vida engañados, creyendo que aprenden algo. Y eso es algo contra los que algunos como yo intentamos combatir, precisamente escribiendo artículos como este (y muchos otros…) en los que intentamos explicar como enfrentarse a la narrativa, en los que se demuestra nuestro anhelo porque la masa de espectadores se vuelva más crítica, esto es, más consciente de aquello que lee y que ve, que desarrolle una mirada más penetrante y que, al fin y a la postre, deje de leer o ver o escuchar simplemente aquello que le dicen que vea, escucha o lea, o aquello que se le pone por delante, y empiece a «elegir», a tomar caminos, a entender de qué hablamos cuando hablamos de narrativa.

Por eso desprecio a los críticos elitistas, aquellos que creen que poseen las claves (¿las claves de qué?) y que por ello han alcanzado un estatus que les separa de los demás, pues ante una película o un libro ellos pueden descifrar el jeroglífico, y en sus críticas en lugar de explicarlo y ayudar al espectador a hacer lo mismo, simplemente se arrogan la capacidad de ver lo que otros no ven (no vemos), ni aunque les pongan una lupa delante, porque ese supuesto concepto narrativo que se está valorando no existe en realidad más que en la mente del crítico no ideal. Porque un crítico no es alguien que encuentra significados ocultos (ya que cualquier obra artística, hasta la más simple, es susceptible de ser diseccionada con imaginación y de que se le atribuyan conceptos que no alberga en realidad, basándose en la ambigüedad formal), sino alguien que enseña a mirar. Y proliferan los «críticos» que todo lo que escriben, y todo lo que dicen, es para demostrar, y demostrarse a sí mismos, todo el cine que han visto, y toda la literatura que han visto, pero son incapaces de establecer argumentos y, lo más importante, de enlazar conceptos de una obra a otra, de un movimiento a otro. ¿Qué clase de críticos son, por tanto, salvo una panda de frikis con mucho tiempo libre, empeñados en demostrar su propia ignorancia?

Un crítico no es un historiador, sino un teórico. Ha de ser formado para establecer comparaciones, o para establecer que dos títulos son imposibles de comparar. Ha de trabajar para elaborar una teoría propia (basada en otras previas) del cine y de la literatura. En caso contrario es un «crítico» de ocurrencias, de gustos personales, de filias, de fobias, que quiere diferenciarse de la masa por haber visto miles de películas o haber leído miles de libros, pero que filosóficamente no se diferencia en nada del que discute en la barra de un bar. Un crítico no repite las ideas que otros han lanzado durante décadas, o siglos, sino que abre caminos, rotura territorios estéticos a la altura de su tiempo y se aleja de filias y fobias, de gustos y de ocurrencias. Un crítico es alguien que tiene ideas, no ideologías, y que se sienta en la butaca del cine o ante las páginas de un libro a la altura del lector y ayudándole a llegar por sí mismo a conclusiones que, en el fondo, ya sabía que estaban ahí.

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