La dificultad de la novela del siglo XIX

Escribía el gran M.G. Viñó que la novela, como género y fenómeno literario, alcanzó dos cimas: el siglo XIX y el siglo XX, cada una de ellas con sus normas, sus estilos y sus características. Pero es imposible no declarar que como forma narrativa plena, como una de las bellas artes, la novela verdaderamente llegó a sus límites expresivos en el XX. No es que sean mejores las del XX que las del XIX, es que llegaron más lejos, con todo lo que eso significa. Simplemente es eso. Pero es importante entender que sin conocer la novela del siglo XIX, es imposible conocer la posterior, por lo mismo que hace poco escribía yo aquí: las obras no existen en un vacío, sino en una relación casi determinista de unas con otras, y no se entienden ciertas soluciones sino se conoce a qué problemas responde, y no se puede ser capaz de aprehender un fenómeno si no se sabe a qué fenómeno anterior reacciona.

Pero esto presenta un gran problema inicial: que no es tan fácil leer la novela del XIX como en un primer momento pudiera parecer, y en este caso no estoy diciendo que sea imprescindible conocer a fondo, a su vez, la del XVIII. No lo es. Lo que estoy diciendo es que por sus propias singularidades, para una persona del siglo XXI, esté habituada a leer títulos contemporáneos a ella, no es fácil adentrarse en esas singularidades y extraer algo de ellas. Es más: no debe serlo. Si un lector de ahora lee una novela de esa época y esa escritura le resulta tan «normal» como la de ahora, entonces realmente no está leyéndolo o no está enterándose de nada. El lector idea de esta época debe sufrir una suerte de extrañamiento al zambullirse en texto de épocas pasadas. Esa será la única forma de hacer el viaje a un mundo pretérito pero todavía vivo, que le habla a través de varias generaciones. Ese aludido viaje es, realmente, la única manera de ensanchar la propia cultura y de enriquecer la mente con las mentes de otros lugares y otros momentos.

Dicho de otra manera: el placer (o displacer) de una novela del siglo XX, no será, no puede, ser el mismo que el placer de una novela del siglo XIX. Que se me disculpe el símil pero sería lo mismo que tener la oportunidad de catar un plato guisado hace doscientos años respecto a uno habitual de hoy en día. El viaje, en el caso de esa vetusta literatura, es doble: el que propone la escritura del libro, y el que debe realizar el lector. Y no debería ser una sorpresa para ninguno, sea lector habitual o no, ideal o casual, que la lectura de un libro de hace ciento cincuenta o ciento ochenta años le produzca cierta perplejidad, cuando no cierto distanciamiento o frialdad. Las normas narrativas por las que el difunto (¡obligatoriamente!) autor, y el lector de ahora mismo establecen el pacto de la ficción son distintas. Hay que reescribirlas y volver a firmarlas. En la mayoría de los casos, no en todos. En otros, la universalidad de aquello que se está contando es tan apabullante que no hace falta reescribir ningún pacto. Y en este último término me estoy refiriendo por supuesto a las grandes obras maestras para las que no pasa el tiempo… o mejor dicho: están fuera del tiempo, o muy adelantadas a cualquier tiempo.

Cuando hablo de novelas para las que hay que establecer un nuevo pacto narrativo, con el que el lector va a aceptar unas reglas del juego para las que no está habituado, me refiero por ejemplo a estas:

‘La regenta’, de Leopoldo Alas, «Clarín», 1885
‘La letra escarlata ‘ (The Scarlet Letter), de Nathaniel Hawthorne, 1850
‘Cumbres borrascosas’ (Wuthering Heights), de Emily Brontë, 1847
‘Otra vuelta de tuerca’ (The Turn of the Screw), de Henry James, 1898
‘Jane Eyre’, de Charlotte Brontë, 1847
‘Orgullo y prejuicio’ (Pride and Prejudice), de Jane Austen, 1813
‘Ivanhoe’, de Walter Scott, 1820
‘Middlemarch’, de George Eliot, 1874
‘Grandes esperanzas’ (Great Expectations), de Charles Dickens , 1860
‘La educación sentimental’ (L’Éducation sentimentale), de Gustave Flaubert, 1869

Que son excelentes novelas, la mayoría de las cuales ejemplos clave para comprender de dónde parte la nueva escritura del siglo XX. Pero precisamente un lector de lo mejor y más notable publicado el pasado siglo, al leerlas, notará un extrañamiento: el de que está recorriendo el camino inverso de las obras maestras ya leídas, como el que lee (y aquí sí se me va a disculpar la comparación), el borrador inicial de una obra maestra posterior.

Ahora bien, no todas las del siglo XIX exigen tal cosa. Otras exigen algo mucho peor, si bien ese nuevo pacto narrativo no tiene razón de ser, ya que su estrategia narrativa, la composición interna de su relato en relación a aquello que quiere contar, alcanza una fusión perfecta. Lo que estas novelas exigen del lector (y del crítico, lector ideal), es que se las lea como si fuera la primera vez, porque de su grandeza emana también una depreciación de sus verdaderos valores estéticos, por lo manoseado de las ideas vertidas sobre ellas. Me refiero a:

‘Guerra y paz’ (Voiná i mir), de Lev Tolstoi, 1869
‘Moby Dick’, de Herman Melville, 1851
‘Crimen y castigo’ (Prestupléniye i nakazániye), de Fiódor Dostoyevski, 1866
‘Los demonios’ (Bésy), de Fiódor Dostoyevski, 1872
‘Dracula’, de Bram Stoker, 1897
‘De Profundis’, de Oscar Wilde, 1897
‘Frankenstein’, de Mary Shelley, 1818
‘La isla del tesoro’ (Treasure Island), de Robert Louis Stevenson, 1883
‘Rojo y negro’, de Stendhal

Y probablemente tenga que ver con eso, con la estructura. Y por estructura no hablo del «andamiaje», esa expresión con la que los escritores de segunda fila se refieren al conjunto argumental de la película, sino de la estructura del pensamiento, pues en ese ramillete de obras maestras nombradas, que son superiores en casi todo a las obras maestras del grupo de más arriba, ese pensamiento, esa forma única de capturar la imagen narrativa y transmitirla con la prosa, es muy parecido ya al que en el siglo XX emplearán los más grandes escritores. Casi sin el intermediario entre pensamiento y papel que es la pluma, al contrario de las otras obras, las no tan grandes, que se nota que están escritas, pensadas, ejecutadas.

Las obras de Tolstoi, de Melville, de Shelley, poseen la alquimia de aquello que no está escrito ni representado, sino solo sugerido, apenas esbozado entre las líneas de la prosa, con la esperanza de que sea el lector el que vislumbre las otras partes, no omitidas pero sí ocultas por la niebla del escritor, del puzzle narrativo. Es decir, son literatura más neta, más esencial. Pero son igualmente difíciles, porque da igual del siglo que sea, la literatura más elevada siempre requiere del veterano lector que sepa que no va a ser un viaje fácil ni rápido, sino arduo y exigente. No son colinas lo que esperamos subir algunos lectores, sino cumbres escarpadas que esperen de nosotros lo mejor de nuestro intelecto.

4 respuestas a “La dificultad de la novela del siglo XIX”

  1. Hola, Adrián!! Ya que nombras dos novelas de Dostoyevski, magníficas ambas, ¿qué te parece ‘Los hermanos Karamazov’? ¿Crees que es tan grande como las otras dos, tan precursora de la novela del siglo XX? Espero que la hayas leído jajaj
    Un abrazo!!!

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