Cómo pasa el tiempo. Hace ya dieciocho meses que escribí la primera parte de este artículo, en el que explicaba mi impresión sobre las cinco máximas obras maestras de William Faulkner, y en el que aseguraba que en cuanto concluyese la lectura de gran parte de su obra, aunque quizá no toda, escribiría la segunda parte para confirmar si bajo mi punto de vista sucedió en su trayectoria lo que tantos críticos literarios han dicho: que a partir de la década de los cuarenta su genio sufrió un declive evidente. Por supuesto, en estos dieciocho meses he leído unos cuantos libros más (imposible calcular la cifra, pero yo creo que han sido más de cien), pero habiéndome leído la saga de los Snopes, ‘Los invictos’, ‘Los saqueadores’, ‘Las palmeras salvajes’, ‘Intruso en el polvo’, ‘Una fábula’ y aproximadamente un tercio de todos los cuentos que escribió, creo que ya me siento autorizado por lo menos a desarrollar un poco más mi percepción sobra obra de este caballero sureño.
Y es que es cierto que a partir de 1939 su producción declinó, pero no su genio ni su mundo personal. Sin ánimo de querer ofrecer una biografía materialista, en la que se explique su obra a través de su vida, las dificultades por las que pasó Faulkner a lo largo de su vida en su faceta creativa se vieron agudizadas a finales de los años treinta, años en los que aceptó mudarse a Hollywood (aunque le repugnaba ese ambiente), para escribir varias películas al lado de su amigo Howard Hawks y de otros, con la esperanza, al menos de ganarse la vida escribiendo, algo que hasta el momento, con más de cuarenta años, no había conseguido. Su experiencia en Hollywood (que los Coen homenajearon y satirizaron a un tiempo en la notable ‘Barton Fink’) fue nefasta, y en parte puede explicar que de las siete novelas publicadas en los años treinta pasara a dos y una colección de cuentos (‘Desciende, Moisés’), en los cuarenta. En 1949 recibe, contra todo pronóstico para él, el premio Nobel. Antes, en 1948, ‘Intruso en el polvo’ logra un inopinado éxito. A los cincuenta años por fin puede descansar, después de tanta lucha y tanta desesperación. No va a morirse de hambre si decide escribir el resto de su vida. Pero Faulkner ya está cansado. El portentoso caudal creativo de los años treinta parece cada vez más lejos. Firma una de sus obras más sorprendentes y menos comprendidas, ‘Una fábula’, y decide acabar la larga saga de los Snopes. Ya no se siente con vigor. Tantos años de alcohol, tormentos líricos y noches sin dormir pasan factura.
No creo que exista rival para Faulkner en EEUU en todo el siglo XX. En las últimas décadas de ese siglo deslumbraron los talentos de DeLillo, McCarthy (sobre todo con ‘Meridiano de Sangre’), Toni Morrison (principalmente con ‘La canción de Salomón) y Thomas Pynchon, pero ninguno de ellos posee nada menos que siete obras maestras del calibre de ‘El ruido y la furia’, ‘Mientras agonizo’, ‘Santuario’, ‘Luz de agosto’, ‘Absalom, Absalom!’, ‘Las palmeras salvajes’ y ‘El villorrio’ (primera parte de la trilogía de los Snopes’). Concretamente esta última contiene las que posiblemente sean las más bellas 30 o 40 páginas (dedicadas a Eula) que este autor haya escrito en toda su vida. Ni Hemingway, ni Fitzgerald… ni siquiera Woolf o Joyce (que son los únicos previos a él que pueden mirarle de tú a tú en inglés) escribieron nunca nada parecido a esas cuarenta páginas. Y en cuanto a la trilogía de los Snopes (que se completa con la magnífica ‘The Town’ 1957, y ‘The Mansion’ 1959), es fácilmente uno de los estudios más despiadados e inolvidables del poder y de la ambición humanas, transmutadas en la pérfida familia Snopes mitad bárbaros y mitad demonios, a los que ni siquiera el alter-ego de Faulkner, el fiscal Gavin Stevens, puede hacerles frente.
Dicen que el mundo novelístico de Faulkner inspiró y en parte fraguó el de otros como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, pero su verdadero epígono sería Juan Rulfo y su ‘Pedro Páramo’, que posee la densidad, la oscuridad conceptual, del gran escritor de Oxford. Pero ninguno de ellos es ni la sombra de su sombra. Ninguno posee un mundo novelístico tan cerrado, tan exacerbado, como el estadounidense, cuyo genio no necesita parangones ni ha creado verdaderos discípulos. Aunque todos los escritores creadores quieren ser como Faulkner, y gozar de su inmensa dignidad estética, de su pasmosa autoexigencia y fe en sí mismo. La que le llevó a escribir más de cien cuentos para conseguir algo de dinero y sin embargo son uno de los ciclos cuentísticos más apasionantes en la carrera de cualquier novelista de renombre. Sin su lectura, no puede entenderse de verdad el estilo ni la personalidad narrativa de Faulkner, la inmensa dificultad de su lectura. Tanto los cuentos como las novelas son un todo, conforman un continente, un mundo entero de criaturas, autosuficiente y definitivo.
Pero lo que hace grandes, enormérrimas, las obras maestras de Faulkner, lo que convierte a algunos de sus cuentos en piezas fascinantes e irrepetibles, no son el qué, sino el cómo. Cuando la pluma de Faulkner está cargada, su prosa vuela por la estratosfera. Llega un momento en que la trama te da igual, porque experimentas la sensación de estar mecido en las palabras del novelista. No es que te hipnoticen, es que en lugar de estar leyendo un libro ha obrado el efecto de tensionar tu mente hasta extremos muy difícil de explicar o describir y de que te de la impresión de que estás viendo, escuchando y siendo testigo de otras vidas, de que eres el privilegiado receptor de un mundo decadente y terrible y al mismo tiempo familiar y fascinante. La precisión de las comparaciones, la elegancia superlativa de los casi ilimitados recursos narrativos empleados, la fuerza expresiva de una mente poética casi única, consiguen ese efecto.
Y de entre todas sus grandes obras quizá sobresalgan dos: ‘Mientras agonizo’ (‘As I Lay Dying’, 1930) y ‘Absalom, Absalom!’ (1936), probablemente las dos novelas norteamericanas más originales del siglo XX y las que con más fuerza y vigor exponen el estilo y la personalidad de su autor. Historias terribles, casi bíblicas o que por lo menos reescriben La Biblia (Faulkner era agnóstico convencido, y que son las dos más certeras radiografías del ser humano de que hay noticia, contando nuestras miserias y nuestras limitaciones como quizá jamás nadie lo hizo.
Tan sólo me quedan por leer las novelas iniciáticas de este escritor, su libro de poemas y su obra de teatro. Pero mi intención es conocer a fondo su obra, de modo que llegará una tercera parte de este artículo cuando por fin lo haya leído todo y cuando lo haya releído de nuevo de forma exhaustiva.
Una respuesta a “El enigma William Faulkner, parte II”
[…] hunde sus raíces literarias y sus referentes estéticos primero en Faulkner, cuyo ‘Luz de agosto’ (‘Light in August’, 1932) aparece en el horizonte […]
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