‘Caminante’, balada de Javier Gallego

Inicio esta sección de ‘Poemas, sonetos y baladas’, con uno de los trabajos de mi buen amigo y compañero de fatigas Javier Gallego, que tuvo a bien enviármela en cuanto la hubo terminado, y que me ha confirmado en la idea, que seguro que mucha gente comparte conmigo, de que existen el ímpetu y el valor literario más allá de las grandes editoriales o de los escritores conocidos. En otras palabras, que muchos escritores todavía anónimos o muy minoritarios, pero que claman por ser leídos, están por ahí, esperando a que les den su oportunidad, porque valen la pena.

Una buena muestra de ello es esta hermosa balada titulada ‘Caminante’, configurada según los cánones del género, con su estribillo, su musicalidad y su apogeo final. A él le interesa esta forma de poema por su marcado carácter narrativo, y yo, leyéndola, me siento transportado a otra época, en la que las palabras poseían una mayor importancia y sólo con versos podíamos acceder a cierta cualidad del conocimiento y la emoción. Javi Gallego ya lo ha colgado en su blog, pero ahora yo lo comparto en mi página web. ¿Quién sabe si dentro de un tiempo le empiezan a publicar sus trabajos y yo ando detrás de él para que comparta algo mío en su página? Aunque poemas seguro que no, me temo que no puedo escribirlos tan bien como otros.

Aquí su balada:

Caminante (balada)
Nubes llenas de cobre consumían
el paisaje: ardiendo sobre las cimas
incólumes de rocosas montañas,
en el cielo áureo se disolvían.
Los quejumbrosos pasos de ella herían
el sendero, los crujidos molestos
de los grijos y su lamento sentido
deformaban el sonido que usurpa
la austera monotonía del viento.
Suena la ahogada cadencia del río.

Y éste fue tal vez su pensar señero:
«Cuán dulce es el don ebrio de la dicha
que nos compele a danzar ante la
voluble llama de la vida. Pero
no lo es arrastrarse errante, con miedo
sobre la hierba helada, dura y cortante
de campiñas que esconden su simiente
hambrienta de espectros, y que el rocío
grisáceo que la abraza huele a muerte…
Suena la ahogada cadencia del río».

El horizonte, cómplice perpetuo
de la noche, devoraba las crudas
agonías del ocaso, y las sombras
desgarraban sus sudarios cosidos
de luz, y, emergiendo del deceso
de la materia, comenzaba en ellas
la sangre a fluir por sus azuladas
venas; un hálito acerado y frío
derramaba en espirales las hojas;
suena la ahogada cadencia del río.

Al pie de una higuera, árbol de traidores,
reptó ominosa, cruel, una silueta
capciosa que, al conocer sus temores
–los de ella– hurtó lasciva sus perfiles,
los de él. Rememoró su piel la fuerza
de aquellas manos pérfidas, húmedas
por las calladas lágrimas manchadas
de oprobio que sacian a los monstruos
ansiosos por forzar a las vestales.
Suena la ahogada cadencia del río.

Se evaporaron las postreras franjas
ensangrentadas de hierba, y la noche
domaba la tierra con su creciente
poder. Andrómeda titilaba, fijas
en el cielo sus perladas pestañas,
compasiva con la escena que ve.
La mujer sintió en su seno, candente
e insidiosa, la horrible esencia infausta,
vívido eco de un dolor culminante.
Suena la ahogada cadencia del río.

La odiosa angustia ajaba a la mujer,
su rabia le hizo correr, y espoleaba
sus pies vaporosos mientras sesgaban
negras briznas de hierba, audaz acometer
de una fuga que renuncia a ceder.
Oscilaba en su azarosa carrera
hasta ese estertor del follaje, falsa
acrobacia, reclamo del abismo
que embalsama al muerto que nada…
Suena la ahogada cadencia del río.

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