No nacemos con un gusto o unas predilecciones preestablecidas, por mucho que queramos pensar que sí. A lo largo de nuestra infancia y nuestra primera juventud vamos eligiendo aquello que por personalidad o por intereses más nos llama la atención, pero sobre todo construimos nuestros gustos o nuestras predilecciones a favor o en contra de aquello que nos inculcan. Otra cosa es cuando somos artistas (no, tampoco nacemos todos iguales): en ese caso, por definición, se nace con un filtro que te obliga a ir en una dirección determinada. Pero en general la gente posee unos gustos que van a favor o en contra de lo que nos inculcan nuestros padres, o nuestro entorno… o cuando vamos a la escuela de cine.
A partir de ahí ya va con la personalidad de cada cual: expansiva y original, o reduccionista, conformista y roma. No hay mucho término medio. La mayor parte de la gente, lógicamente, es reduccionista, conformista y roma no solamente en sus «gustos artísticos» sino en todo lo demás en su vida. Para decirlo sin rodeos: la mayor parte de la gente que va a la escuela de cine se conforma con seguir aquello que le enseñó su padre o sus abuelos, y abundar en ello cuando tiene delante profesores que le explican cuestiones narrativas o estéticas o conceptuales sobre el cine. Incluso los que van en contra de lo que les inculcaron en su casa o en su entorno son conformistas y obtusos, en muchas ocasiones, pese a adoptar nuevos modelos en su aprendizaje académico.
Y de esta fauna tan caudalosa la que más me llama la atención es la que se podría etiquetar como la de «los exquisitos», a los que se podría definir como gente bastante preparada, que ha ido a cursos, talleres, escuelas de cine, que ha leído bastante, que tiene cierto gusto o inclinaciones artísticas, que en ocasiones incluso son directores de cine, o críticos de cine, o escriben sentencias de dos frases en twitter, que aman el cine «de autor», el cine «experimental», el cine más «underground», y que se oponen a otra fauna, a la que se podría etiquetar como «los facilones», esos que solamente aceptan un cine comercial, de género, mayoritariamente estadounidense aunque no siempre, los que consideran que el cine europeo de autor es un aburrimiento y una estupidez, los que van al cine a pasárselo bien y que no comprarían un blu-ray de Bergman o de Antonioni ni hasta arriba de farlopa, que generalmente no han ido a escuelas de cine aunque a veces son diseñadores gráficos, o telecos, o programadores, y que escriben en blogs, o tienen sus podcasts, o gustan de hablar de cine y de sus predilecciones siempre que pueden (algunos con respeto y afabilidad y otros con agresividad y dominancia). Para la fauna de los exquisitos la arcadia está en Francia, y su capital es París o Marsella, tienen en la Nouvelle Vague o en el Free Cinema su modelo canónico y veneran a gente como Chantal Akerman o Agnès Varda; para la de los facilones, la arcadia está en Estados Unidos, en el cine «clásico», en John Ford antes y en Clint Eastwood ahora, y el western es el «género de géneros».
He de decir, por mucho que me joda, que si tengo que elegir entre las dos facciones de hooligans cinematográficos, elijo a los facilones antes que a los exquisitos, y voy a intentar explicar ahora mis razones de por qué me caen (ligeramente) mejor:
Dijo Albert Serra hace algunos meses, en una de esas afirmaciones suyas construidas a lo Dalí, para hacerse notar, que no puede respetar a nadie al que le guste ‘Star Wars’ o ‘Indiana Jones’, y que si te gustan y eres adulto deberías ir al médico. Ya hablaré de este buen hombre en otra ocasión, porque lo interesante aquí es que los exquisitos –que son legión– piensan exactamente eso pero no lo dicen, y por eso van a ver las películas de Albert Serra y de gente como él, y les programan en festivales, y acuden a sus ruedas de prensa y a sus charlas en masa: porque lo piensan pero no lo pueden decir. Necesitan a un fantoche, un intermediario con ganas de llamar la atención, para que lo diga. Los exquisitos desprecian el cine que ven los facilones con tanta fuerza como los facilones desprecian el cine que ven los exquisitos. Son las dos caras de una misma moneda, en realidad. Pero hay una gran diferencia: los exquisitos, si pudiesen, prohibirían las de los facilones, mientras que los otros simplemente están felices por ir al cine a pasarlo bien. Y sólo por eso merecen un poco más de consideración.
Para los exquisitos cualquier cosa que huela a francés tiene marchamo de calidad, sobre todo si es un cine pretendidamente de autor. Pero no hace falta que sea francés, basta con que tenga un aire underground, con que posea un cariz «experimental», extraño, diferente. No aceptan que el cine comercial, sea de Estados Unidos o de cualquier otra parte, puede albergar valores narrativos. Todo lo que huela a comercial es despreciado sistemáticamente, o por lo menos muy cuestionado y mirado con lupa. Poco importa que los luminarias de la Nouvelle Vague defendieran a autores tan comerciales como Ford, Hitcock o Vidor. La coherencia no es lo suyo. Lo suyo es la ceguera. El cine no son formas distintas (triángulos, cuadrados, círculos, rectángulos, dodecaedros), el cine es una única forma (un triángulo, por ejemplo), y todas las demás formas son ninguneadas por fraudes, por estorbar a la esencia, la pureza de una idealización del cine.
Estos exquisitos son los que le ponen un 9 o un 10 a una película tan cuestionable, y hasta endeble formalmente, como ‘La grande bellezza’ (Sorrentino, 2013) o a ‘Umbracle’ (Portabella, 1971) o a ‘Juventude em marcha’ (Costa, 2006) o a ‘Les Rendez-vous d’Anna’ (Ackerman, 1978), simplemente porque son cine de autor extremo, porque son baratas, son asequibles, son elitistas, sus autores son poco conocidos. Con estas películas los que las defienden como obras maestras u obras de arte se sienten especiales, que pertenecen a un club sofisticado y exclusivo: «el que las entiende en toda su extensión y las aprecia muy por encima de esas burdas obras comerciales». Muy poca gente las ha visto porque la gente no sabe apreciar estas cosas. Estos exquisitos (me consta, que cuando me lo propongo buceo bastante) son los que le ponen un 4 o un 5 a esas basuras tituladas ‘The Silence of the Lambs’ (Demme, 1991), ‘Titanic’ (Cameron, 1997) o ‘The Godfather, Part III’ (Coppola, 1990), porque son comerciales, o son frágiles, o son muy conocidas y por supuesto el gran público nunca puede tener razón.
Por mi parte jamás he sido sospechoso de defender los gustos del gran público, pero cuando eres un purista y un obtuso, cuando estás enamorado no del cine sino de cierta idea del cine (es decir de la tuya, porque de quien estás enamorado es de ti mismo), puedes caer en el más estrepitoso de los ridículos. Albert Serra está acostumbrado a caer allí, pero otros ni siquiera saben que lo están haciendo. Y tampoco soy muy sospechoso de defender el cine yanqui. Defiendo lo bueno, lo valioso, más allá de filias y de fobias de niño pequeño, de egos y de chorradas de patio de colegio. Por eso sé ver: que en la gran secuencia final de ‘The Godfather, Part III’ (esa película que estudiantes de cine con un ego descomunal desprecian en twitter con un calamitoso «a ver si la nueva versión sale algo bueno») hay más cine que en toda la filmografía de Sorrentino y de Ackerman juntos, que en la secuencia de la huida de Lecter en ‘The Silence of the Lambs’ hay más sabiduría narrativa que la que pueda demostrar cualquier supuesto autor contemporáneo en ciernes, o que hay más dolor, belleza y verdad en ‘Titanic’ de la que todos los exquisitos se merecen ver en una pantalla.
A cada cual le puede gustar lo que le dé la gana, faltaría más. Lejos estoy de proponer dictaduras de lo que se tiene que ver, como le encantaría a Serra y a sus fanboys. Pero las ideas se defienden con argumentos y con inteligencia, no con ramalazos, ocurrencias y sentencias dignas de adolescentes sin la menor originalidad. El cine comercial produce mucha basura, pero el cine llamado de autor también. Y los hooligans de uno y de otro harían bien en bajarse un poco los humos y aceptar de vez en cuando la posición del otro, o se perderán muchas películas que ni siquiera saben cuánto pueden aportarles… si es que tanto les interesa el cine como fenómeno artístico, conceptual o narrativo, algo que empiezo a dudar de veras.
5 respuestas a “Los exquisitos”
Adrián, en twitter, si osas criticar a Chantal Ackerman serás blanco de las criticas más acerbas. Es una cineasta que tiene seguidores muy recalcitrantes. Creo que dicha idolatría se fundamenta en cuestiones de corte más feminista-político que otra cosa, pero bueno.
Por cierto, ya que mencionas la película de Sorrentino, es la única película que no he podido terminar, la dejé a medias. Me llamó la atención el título, los comentarios de la crítica tradicional a la obra de Sorrentino, en fin, leí la sinopsis en Wikipedia y me animé a verla. A la media hora la quité. Primera vez que me pasó un fenómeno así. Siempre procuro ver las películas en su totalidad.
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Hola Robert
Es una directora interesante, pero pareciera que todo lo que hizo es oro puro. A mí me parece valiente y honesta, sin más, pero como es poco conocida, anticomercial y belga, pues ea, un genio del cine y vaca sagrada.
En cuanto a Sorrentino, se cree un genio del cine, y que cada plano de su ‘Grande bellezza’ es una genialidad. No es una película del todo desdeñable, pero desde luego es boba, fatua, pomposa, reiterativa y finalmente bastante mamarracha y poco original.
¿No la viste entera? Pues te perdiste su bochornoso final, que probablemente extasíe a los exquisitos.
Abrazo!
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Respecto a las personalidades en el cine, bien se puede aplicar a la gente en general y sus actitudes en la vida.
Gran artículo. Me quedo con las referencias para ahondar aún más en el cine.
Cómo siempre, chapó!!!
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Muy cierto eso que dices!
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[…] que pudo verla en su momento. En ella reincide en su estilo minimalista, con una búsqueda de la exquisitez formal, de los pequeños detalles visuales, y también en sus enormes oquedades y carencias […]
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