Infiernos y narrativas: Palestina

Me dice a menudo mi buen amigo Carlos que tengo que leer menos y ver menos películas o series o documentales y leer más noticias y reportajes. Que la narrativa es importante pero que también es importante conocer lo que sucede en el mundo. Y tiene mucha razón. Pero es que en mi opinión una cosa y la otra participan de la misma cosa: la placenta de la realidad, y muchas veces aprendemos más, o accedemos a un conocimiento más profundo de lo que nos rodea, en la ficción que en el telediario, porque los resortes de la narrativa son esencialmente los mismos en la ficción y en la realidad y se alimentan de una misma cosa: la psique, el acervo popular. Sólo que en la realidad a partir de una mentira y en la ficción a partir de una verdad.

En la realidad que vivimos, la mayoría de las veces triste y gris y algunas veces incluso pavorosa e insoportable, la narrativa interna, la que configura la sociedad, existe para engañar y para moldear la opinión pública, para maquillar atrocidades y para que los poderosos vistan mejor sus galas de decencia y legalidad, aplicando la regla del oro (la única regla que se aplica en el mundo): el que tiene el oro hace las reglas. Y los miles o cientos de miles de periodistas que existen en el mundo participan, a menudo sin saberlo, de esa narrativa, que convence a casi todo el que les escucha o les lee que este es el único mundo posible, que lo que hacen las democracias consolidadas es en su mayor parte justo y necesario, que las guerras son inevitables, que existen países buenos y países malos, y que pese a todo el ser humano y la sociedad evolucionan hacia una forma de vida más justa y equilibrada. Y nada más lejos de la verdad. Y lo que está sucediendo en la Franja de Gaza y en algunos otros lugares de Palestina es buena prueba de todo esto.

La narrativa, en este caso, consiste en el relato manipulado de la II Guerra Mundial, en virtud del cual la comunidad judía estadounidense (que es el grupo de presión más importante en este oscuro asunto) se vio profundamente afectada por el genocidio que los nazis cometieron contra este colectivo en los campos de concentración y en la llamada Solución final. En realidad, es una narrativa que comprende varias narrativas, la principal de todas ellas la necesidad de blanqueamiento moral por parte de los territorios coloniales francos y anglosajones, es decir, Estados Unidos, Canadá y Australia, entre otros. Ya llegaré a eso un poco más adelante. Pero ya se ha demostrado ampliamente (por historiadores judíos) que el impacto de ese genocidio en realidad tardó bastante tiempo en calar en la opinión pública y en ser considerado lo que es hoy: uno de los mayores horrores que se han perpetrado en la historia. Pero ese horror, insoslayable e indiscutible, ha sido utilizado de manera espúrea por algunas élites para llevar a cabo sus luchas de poder. Y esta afirmación puede ser considerada antijudía por muchos, pero es la cruda realidad.

Se ha dicho durante décadas que en el llamado Holocausto murieron asesinados seis millones de judíos, una cifra que conoce prácticamente todo el mundo. Pero no tanto las cifras de polacos o rusos muertos, que superan ampliamente esa cifra. Durante la II Guerra Mundial, la saña del ejército alemán contra la población civil del este de Europa dejó un saldo superior a los treinta millones de muertos. Pero no se habla de Holocausto Ruso o Polaco, y la razón de esto es que esos hechos luctuosos no han sido utilizados por ciertos grupos para llevar a cabo un negocio bien documentado en libros como ‘La industria del holocausto’ del judío Norman Finkelstein. Pero, ¿qué es exactamente el pueblo judío? Esa es otra narrativa, y conviene matizarla, para explicar la narrativa principal.

El judaísmo es simple y llanamente una religión, no un pueblo, ni por supuesto una etnia. Los más ultraconservadores de sus miembros creen equivocadamente que suponen una raza o un pueblo aparte, como los negros, los caucásicos o los asiáticos, algo que ha sido desmentido por la ciencia como la falacia que es. Claro, ellos se consideran los descendientes de los hebreos, uno de los pueblos semitas del Levante Mediterráneo, que según sus libros sagrados es además el pueblo elegido por Dios (algo que por cierto también pensaban los nazis de sí mismos). Se impone por tanto establecer la diferencia entre lo judío, lo semita y lo sionista, siendo lo primero una religión, lo segundo una lengua o un pueblo o un conjunto de pueblos, y lo tercero una casta política. Judío puede ser cualquiera que abrace esa religión, desde un argentino hasta un japonés; semitas son tanto los hebreos como los palestinos, los iraquíes o los sirios (es decir árabes, por lo que antisemita sería un término más apropiado para los actuales judíos que para sus enemigos); y sionista es todo aquel que colabore o crea o luche para formar el Gran Israel (Eretz Israel) en una idelogía ultranacionalista que considera indispensable recuperar los territorios anteriores a la Gran Diáspora judía, que también se ha demostrado históricamente falsa.

Pero incluso los de pensamiento más de izquierdas o progresista, hoy día, acusan a cualquiera de ser antijudío, antisemita o directamente nazi, cuando se cuestiona gravemente la existencia de un país tan artificial y destructivo como Israel, y sus actividades militares en la zona. Son estas personas de buena voluntad gravemente engañadas por una narrativa que propone lo siguiente:

  1. Que los judíos son siempre las víctimas de ataques de antisemitas a lo largo de la historia.
  2. Que además son el pueblo elegido por Dios (sin especificar para qué ha sido elegido ni de qué manera).
  3. Que habiendo sido masacrados en la II Guerra Mundial están legitimados para defenderse de la manera que ellos crean más oportuna, incluso con el abuso de la fuerza.
  4. Que todo el que cuestione sus actividades o ideologías es antisemita.
  5. Que el genocidio que están llevando a cabo contra poblaciones árabes, muy especialmente las palestinas, no es tal, sino una defensa de su religión y su integridad territorial.

Sin embargo, la realidad disfrazada por esa narrativa es la siguiente: un pueblo de colonos blancos, angloparlantes, fuertemente armados por Estados Unidos y extranjeros de esa tierra, lleva a cabo una política de apartheid y un genocidio encubierto contra un pueblo. Esto es exactamente lo mismo, punto por punto, que sucedió en Estados Unidos con los indígenas de esa tierra. Las mismas acciones, la misma política de reasentamientos, de castigo, idéntica propaganda anti-india, en este caso anti-árabe, idénticas prácticas de tortura, de bloqueo de bienes de primera necesidad. Es decir, en resumen: toda la maquinaria bélica, propagandística y supremacista que llevó a la destrucción de la vida indígena de Estados Unidos y a un genocidio de manual. Pero esta nueva colonia angloparlante se maquilla de lucha de intereses religiosos o políticos, se propone como una equivalencia de fuerzas («conflicto palestino-israelí»), gracias a una narrativa extremadamente efectiva, de la misma forma que aquel otro genocidio se disfrazó de industrialismo o de lucha contra el salvaje. La única salvedad es que en este mundo globalizado todo se documenta y se puede poner en cuestión, aunque también pongan en cuestión a todo el que denuncie estas prácticas destructivas y atroces.

La decisión de la ONU en 1947 de aprobar la partición de Palestina en dos estados, uno judío y uno árabe, es el primer y el más terrible error de todos, pero incluso los sionistas más convencidos de crear un nuevo Israel en una tierra que no les pertenece son víctimas de esa narrativa, la que les está llevando a ser una ideología filonazi, precisamente aquella de la que dicen haber sido víctimas. Pero llamemos a las cosas como son:

Ni Estados Unidos, ni Canadá, ni Australia, ni Nueva Zelanda, ni Irlanda del Norte ni por supuesto Israel son verdaderos países. Son territorios coloniales, de población extranjera que ha llegado allí a apartar de sus legítimos hogares a los nativos, por las buenas o por la fuerza, y carecen de una verdadera identidad nacional. Los pueblos y tribus palestinas sí la tienen, a pesar de haber sido, precisamente, un protectorado británico hasta que la ONU partió en dos el territorio. Y no pararán hasta destruirles a todos, o matarles de hambre, porque eso es lo que hacen las colonias angloparlantes, y fue lo que sucedió en India, uno de los pocos países que los echó a pesar de seguir en la Commonwealth británica. Porque es lo que hacen, porque es lo que son. Luego podemos echarnos las manos a la cabeza, o condenar públicamente alguna atrocidad, pero sabemos perfectamente lo que hacen. Y no dejarán de hacerlo nunca a menos que alguien les pare los pies. Así de claro.

2 respuestas a “Infiernos y narrativas: Palestina”

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