Los estratos narrativos de una película (2)

Tomemos como punto de partida el inicio de ‘Rosemary’s Baby’ (Polanski, 1968). Si convenimos en que todos los elementos materiales de una película, incluso los títulos de crédito, son susceptibles de participar de un diálogo de la obra con el espectador/receptor y consigo misma, empleando para ello los materiales conceptuales de que dispone, tenemos lo siguiente…

…con los créditos que todo el mundo conoce, pero también tenemos esto…

…sonando en nuestros oídos. En aquella época, años sesenta, estaban de moda las comedias románticas tipo ‘Descalzos por el parque’ (‘Barefoot in the Park’, Gene Saks, 1967), en la que una pareja de recién casados busca piso donde vivir, ambos guapos, encantadores y divertidos. En el inicio del filme de Polanski es lo mismo: pareja de recién casados guapos y encantadores acuden a echar un vistazo al apartamento en el que quizá entren a vivir. En consonancia con ello, los títulos de los créditos son de un rosa tirando a pastelazo, escritos además en elegante cursiva, como dicta el canon, pero son quizá demasiado empalagosos. La música de Komeda se instala en otro nivel, en otro estrato: parece ser una nana, anticipando quizá el futuro embarazo de la chica protagonista, pero algo no está bien en esa nana, como algo no está bien en la planificación… Resueltos con un único plano, que realiza una panorámica de derecha a izquierda para luego empezar a bajar de izquierda a derecha y terminar ofreciendo una perspectiva forzada del imponente edificio Dakota, que visto desde arriba y en ese ángulo aún parece más ominoso. De manera magistral, Polanski nos ha introducido en la incertidumbre y en la inquietud usando para ello varios planos, o estratos, narrativos. Toda la película está plagada de esta sutilidad expresiva, porque en ella existe un verdadero narrador capaz de utilizar los elementos factuales que tiene a su disposición.

Inteligencia e ingenio para trascender

Si lo pensamos bien, tanto el cine como la literatura, la mayor parte de las veces, son planos, sin fuerza expresiva. Si solamente contamos historias de gente que camina por la calle, o de personajes que hablan entre sí, o de viajes, o de búsquedas, o de aventuras, o de lo que sea, y todos los elementos de los que dispone el cine y la literatura se escriben en una única dirección tonal, dramática, narrativa, podemos tener un relato bien contado, incluso emocionante, pero en ningún caso sus imágenes o palabras trascienden del plano meramente material. Son lo que parece que son, sin profundidad. A lo que habría que aspirar es a construir una sinfonía, no una melodía, una novela, no un relato, y eso es algo a lo que pueden aspirar solamente los más inteligentes e ingeniosos de los narradores, los que han comprendido las enormes posibilidades poéticas y artísticas del medio en el que trabajan.

Pero no se trata de ver cosas que no hay en el plano, o de crear metáforas o simbologías, o de emplear lugares comunes tales como un espejo roto en el que se reflejan los dos amantes que van a separarse… Se trata de narrar con inteligencia, de emplear la figura del narrador, de los personajes, del espacio-tiempo narrativo, los diálogos, la música, la fotografía, el montaje, la escenografía, el sonido, la dirección de actores, todo ello entrelazado para obtener otra cosa. Una película no obvia debajo de la película obvia que tenemos ante nuestros ojos. Y en esto uno de los más grandes es el estadounidense David Lynch:

En ‘Lost Highway’ (1997), Lynch plantea un artefacto narrativo de extrema complejidad, lleno de trampas y de equívocos, que obliga al espectador a replantearse una y otra vez no solamente qué le están contando si no qué tipo de película está viendo. Estilizada hasta la abstracción, pareciera, a simple vista, dos películas en lugar de una, unidas la una a la otra con un giro irracional: la primera parte un filme de terror, la segunda parte un filme de cine negro, con el personaje central convirtiéndose de adulto en adolescente, cambiando el actor que lo interpreta. He leído críticas que hablaban de un nuevo género híbrido o de una relectura de ambos géneros por parte de Lynch. En realidad, toda la historia gira en torno a una idea: los celos masculinos, y en este caso los del personaje protagonista hacia su mujer, y con los giros irracionales, propios del cine fantástico, totalmente justificados ya que vemos toda la película desde la distorsionada y patológica perspectiva de ese hombre

El empleo por parte de Lynch de los diversos estratos narrativos le sitúa, una vez más, entre los grandes de su tiempo, que es el nuestro, y configura un cine mucho más elaborado, mucho más sofisticado que el que se hacía treinta o cuarenta años antes, porque en él todos los estratos antes nombrados (montaje, fotografía, música… ) dialogan entre sí y con el espectador, creando marcos genéricos, construyendo estructuras narrativas que se superponen, se niegan y se retroalimentan.

Quizá esa sea la diferencia fundamental entre un cine pobre o básico de uno mucho más valioso e importante: que en él convivan lo aparente y lo referido o sugerido mediante los aspectos puramente literarios, narrativos, temporales, cinéticos. Hitchcock hablaba mucho del diálogo a tres bandas entre el espectador, la obra y el director, pero en realidad su ingenio, que lo tenía y no era precisamente pequeño, lo dedicaba a abordar únicamente una cuestión: el suspense. Y en esa cuestión basaba todo su juego, sin trascender. Otros, como Ford, eran mucho más sugerentes, y conseguían que su imagen fuera aquello que lo que su materialidad mostraba, y algo más subrepticio, escondido en esas imágenes. Pero sólo lo lograba de manera muy tangencial y muy poco sutil, como las secuencias de Martha y Ethan en ‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, 1956). El cine aún tenía que hacerse mayor, especialmente en dos asuntos: la música y el sonido. Y para eso, primero, tenemos que irnos a Europa:

En ‘La noche’ (‘La notte’,1961), el genio de Antonioni se despliega en toda su grandeza contando, como nadie ha contado de nuevo, una crisis de pareja. En esta película tanto los diálogos como el silencio, tanto la música diegética (la que oyen los personajes), como la extradiegética (la que no oyen), están elaborados con una sofisticación extrema, que no va en consonancia (tonal o dramática), muchas veces, con la planificación visual, pero que al unirse forman otra cosa: un discurso cinematográfico en el que el tiempo se hace «visible» en la imagen, y en el que el naturalismo aparente es sustituido por un racionalismo extremo. Cada movimiento de cámara, cada gesto de los actores, cada palabra que dicen o que callan forman parte de una sinfonía de dos horas de una precisión y una hondura que es verla para creerla. Ningún Ford o ningún Hitchcock pudieron aspirar jamás a esta profundidad y a esta elegancia en la construcción cinematográfica. Y se podría poner alguna escena de ejemplo, pero toda la película es un ejemplo de aparente descoordinación entre lo aparente y lo sugerido, que en realidad es una coordinación poética de los materiales literarios y cinematográficos.

Y son estas las verdaderas obras maestras, las grandes películas en cuyo interior laten varias películas, varios relatos, tonos y puntos de vista, propiciados por los distintos estratos narrativos que en ellos anidan..

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