El inconmensurable ego de Quentin Tarantino

A mí Tarantino me cae bien, vaya esto por delante. En un mundo, tanto anglosajón como hispano-hablante, en el que prácticamente siempre triunfa el que tiene muchos contactos, el que tiene mucho morro y el que no tiene el menor escrúpulo, él ha llegado hasta donde ha llegado a base de talento, de personalidad, de confianza en sí mismo. Demostrando su primera fortaleza como guionista, impresionando a propios y extraños con el libreto de ‘Reservoir Dogs’ (escrito a mano con letra casi ininteligible, porque no sabía escribir a máquina, en hojas sueltas de distintos tamaños y colores, unidos con una pinza de coger la ropa… verídico), jugándosela con un proyecto tan violento y minimalista, casi sin experiencia, revelándose como un excelente cineasta desde el principio, Tarantino era un don nadie, un freak del cine, que logró llegar arriba con esfuerzo e ingenio, viéndose respaldado en Cannes tres años después con su ‘Pulp Fiction’ (1994).

Ahora bien, estaremos de acuerdo en que Tarantino es el campeón de los arrogantes en esto de hacer cine desde el otro lado del Atlántico, y eso es mucho decir porque en arrogancia y engreimiento la competencia es feroz allí. En su cabeza, él es el director estadounidense esencial de las últimas tres décadas. No sé en qué medio reciente, con motivo de la publicación de su novela sobre ‘Once Upon a Time in Hollywood’ (2019), insiste en que ahora mismo está en la «cima de la cima», y que ahí arriba se quiere retirar, recuperando aquella idea suya de filmar como mucho diez películas. Desde que dio el campanazo con ‘Pulp Fiction’, valiéndose de su enorme cinefilia, Tarantino está convencido de que en su cine coexiste la tradición oriental, la serie B, el cine europeo de vanguardia y el cine estadounidense de género más personal. Nada menos. Pese a que su anterior película, la muy floja ‘The Hateful Eight’ (2015) no convenció a casi nadie (casi nadie con un poco de sentido común, se entiende), él continúa en su burbuja de engreimiento absoluto… y no, no es el gran director estadounidense de las últimas tres décadas.

A Tarantino le ocurre lo mismo que a los hermanos Coen o que a Alejandro Glez-Iñárritu: no ha filmado ni una sola obra maestra absoluta. En otras palabras, se ha sentido a gusto con lo que se le da bien, y no ha arriesgado salvo en contadas ocasiones. Los nombrados, y unos cuantos más, son excelentes cineastas, capaces de filmar magníficas películas, pero en ningún caso una obra maestra del calibre de, por ejemplo, ‘Y tu mamá también’ (Cuarón, 2001) o de ‘Boyhood’ (Linklater, 2014). Los Coen y Tarantino, entre otros, juegan para su desgracia en otra liga que ni se acerca a esa. Puede que haya filmado algunas de las películas más famosas de las últimas décadas, pero eso no le pone en la cima de su arte, por mucho que él, pasándose por el forro lo que diga cualquier otro, esté muy seguro de ello. Sus mejores películas, por razones muy diferentes, son ‘Reservoir Dogs’ (1991), ‘Kill Bill, Vol. 2’ (2004) y ‘Django Unchained’ (2012), y puede sentirse bien orgulloso de haberlas filmado. Pocos colegas suyos pueden presumir de haber realizado tres filmes tan formidables. Pero con ellas llegó a su techo, y no es el de las obras maestras gigantescas. Tarantino no tiene nada que hacer con Paul Thomas Anderson (‘Magnolia’, ‘There Will Be Blood’, ‘The Master’) ni con Richard Linklater (‘Boyhood’, trilogía ‘Before…’), por no hablar de otros gigantes. Y con su último filme, ‘Once Upon a Time in Hollywood’, que muchos se apresuraron a tildar de obra genial con temeridad, vuelve a demostar su desparpajo, su libertad y también su techo, en otro alarde de auto condescendencia.

Por mucho que él crea que en su cine se aúnan los espíritus de Sam Peckinpah, Jean-Pierre Melville, Sergio Leone y los cinco mil directores asiáticos cuyo cine habrá devorado con devoción y sin desmayo, lo cierto es que Tarantino no es más (ni menos, ciertamente) que un epígono de Martin Scorsese… con unas gotas de David Lynch. Pero aunque él tiene una imagen de sí mismo muy iconoclasta y muy gamberra, nunca podría filmar un desmadre de la bestialidad de ‘Wolf of Wall Street’ (Scorsese, 2013), ni una obra del riesgo formal de ‘Gangs of New York’ (Scorsese, 2002). Incluso en su selección musical se parece al maestro neoyorquino, del que se ha adherido además la imagen de su operador Robert Richardson. Atemos cabos, que con algunos directores no es tan difícil. Tarantino pasará a la historia como un buen cineasta, lleno de ingenio y de ironía, capaz de dar nuevo brillo a materiales de derribo, con alguna película formidable, que animó un poco el cotarro a finales del siglo XX y principios del XXI, pero en ningún caso como el genio del cine que él, en el delirio de su inconmensurable ego, cree ser.

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