Concluidos los JJOO de Tokyo, aplazados un año por la pandemia, se ponen sobre la mesa, quizá más que nunca, algunas cuestiones importantes y muy problemáticas que saltan a la vista no solamente en un suceso de esta magnitud, sino en casi cualquier cuestión deportiva o extra-deportiva pero unida al deporte. El azar ha querido, además, que la ceremonia de clausura de Tokyo haya coincidido con el adiós de Messi al FC Barcelona. En otras palabras, la supuesta cara (los juegos se consideran como un paradigma de la unión de la humanidad, que ahora pasaré a cuestionar porque no se puede hacer otra cosa con esa idea que cuestionarla), y la incontestable cruz (el fariseísmo del mejor jugador del mundo, que ante el hundimiento absoluto del club sale por pies como las ratas de un barco a pique), se unen para volver a dejar claro que esto del deporte como algo bonito y estupendo no es más que otra narrativa del mundo contemporáneo que demuestra que cuando empiezan a enarbolarse las banderas de la fraternidad, libertad y la igualdad a los cuatro vientos es que algo anda podrido en Francia, salvo muy excepcionales casos.
Los Juegos Olímpicos modernos fueron idea del noble francés Pierre Frèdy, barón de Coubertin, que fundó el COI (Comité Olímpico Internacional), para recuperar, como todo el mundo sabe, el espíritu de los Juegos Olímpicos de la antigüedad, que tenían lugar en Grecia hace muchos siglos. Lo que tiene lugar cada cuatro años es sin duda digno de mención en muchos aspectos: proezas físicas, récords mundiales, una complejísima organización, una cobertura mediática planetaria. Si has sido deportista (como es mi caso) es imposible no experimentar el vértigo de la competición, con momentos de sacrificio y de esfuerzo que te llegan a la médula, y si nunca has sido deportista tienes muchos alicientes para quedarte pegado a la televisión durante dos semanas y media, ya sea por el espectáculo de las ceremonias de apertura y clausura, por lo epatante de muchas finales de cualquier disciplina. Y si solamente te interesan (seas profesional o no) las grandes hazañas audiovisuales, también tienes en los JJOO unos cuantos alicientes. Pero cada vez que veo al presidente del COI, o al gobernador de la sede en cuestión, o a algún deportista hablando de que con estas cosas se demuestra la capacidad de unión de la humanidad, y que con todo esto nos da esperanza y fe para el futuro, que con esto buscamos la solidaridad, la paz y la esperanza, me acuerdo de aquella formidable escena de ‘The Remains of the Day’ (Ivory, 1993) en la que el personaje de Christopher Reeve les dice a todos los presentes: «son ustedes, todos ustedes, unos aficionados. Y los asuntos internacionales nunca deberían ser gestionados por aficionados. ¿Tienen alguna idea de en qué clase de sitio se está convirtiendo el mundo a su alrededor? (You are, all of you, amateurs. And international affairs should never be run by gentlemen amateurs. Do you have any idea of what sort of place the world is becoming all around you?)
Ni la Eurocopa del mes pasado ni estos JJOO tendrían que haber tenido lugar, no solamente por la pandemia (las cifras del covid en Tokyo no dejan de crecer, ha surgido un nuevo brote en China…) sino precisamente por lo que esta crisis mundial ha hecho del mundo: sacarnos a todos las vergüenzas y mostrarnos tal cual somos. El año que viene tendrá lugar en Catar el mundial de futbol, en cuyas obras ya han muerto miles de obreros. Si ante esa catástrofe humanitaria muchos futbolistas amagaron con renunciar a acudir… ¿por qué no han hecho lo mismo ante estos juegos, en los que, como consecuencia indirecta, han subido los contagios, y por tanto las muertes, de manera escandalosa? Si tal como dicen los representantes del COI, estos son juegos para la solidaridad y la fraternidad, ¿por qué no empiezan por darse cuenta de que la misma celebración de algo de esta enormidad es un peligro para la salud de todo un país y por consiguiente del mundo entero? Las palabras de amor, de libertad y de igualdad son muy bonitas y muy emocionantes… pero los actos que deberían sostener esas palabras son extremadamente raros, extraordinariamente infrecuentes. Y por desgracia son los actos los que cuentan, no las palabras. Celebrando los JJOO se sigue reincidiendo en la ilusión de que podemos volver a la normalidad, de que es posible regresar al estilo de vida que teníamos antes. Y eso, por mucho que muchas personas no quieran verlo, no es cierto. No vamos a poder a la antigua normalidad. Es más, muy probablemente sea lo mejor.
Así mismo, las intenciones son muy respetables, pero muchas veces de las mejores intenciones surgen los mayores desatinos. Porque por mucho que se quiera, no hay nada menos igualitario que el deporte, aún más entre países de todo el mundo. En los que se celebraban en la antigüedad acudían deportistas de las ciudades-estado griegas (algunos de ellos legendarios) y tenían siempre lugar en Olimpia. Recuperar aquello para montar este enorme tinglado en el que países ricos se enfrentan a países pobres en deportes que jamás fueron olímpicos tiene un solo nombre: negocio. Y designar una sede distinta cada cuatro años, en un país de un continente distinto, con toda esta parafernalia, con los sentimientos nacionalistas exacerbados, con las ceremonias de apertura y de clausura (muy parecidas todas, y siempre destinadas a demostrar el poder fáctico de ese país), apesta a patriotismo, a mojigatería, a santurronería, a francachela, a horterada en estado puro (salvo quizá algunas imágenes realmente impresionantes). Lo que consiguen las olimpiadas modernas es precisamente hacer visible aquello que irónicamente quieren combatir: que los países más poderosos aplasten a los más pequeños. Y esto queda patente, edición tras edición, en el medallero. China y Estados Unidos arriba del todo, entre los diez primeros siempre las potencias europeas (la verdadera Europa: Países Bajos, Alemania, Francia), además de países anglosajones (Reino Unido, Australia, Canadá, Nueva Zelanda) entre los quince primeros. ¿Cómo podía ser de otra manera? El paseo militar de EEUU, al que empieza a hacerle sombra China (y que un debilitado comité ruso de momento no puede impugnar) es opuesto al espíritu olímpico: el país más rico del mundo seguido muy de cerca por el país más poblado del planeta y el resto de países arañando medallas ante esos monstruos. ¿Cómo van a competir con ellos países africanos, o sudamericanos?
Lo impresionante es que un país pequeño y pobre como Cuba haya conseguido la decimocuarta posición en el medallero, nada menos que ocho puestos por delante de España, y veintidós por delante de colonias anglosajonas países ricos como Israel (algo que por cierto nadie ha comentado en los medios de comunicación). Lo raro es que sucedan estas cosas, y lo normal es que deportistas entre los lujosos algodones de los países más prósperos y afortunados de la tierra, amparados por federaciones millonarias, logren muchas más preseas. Deberían celebrarse los JJOO de los Estados Unidos, y los JJOO de China, cada año si quieren, y luego los JJOO mediterráneos, y los JJOO hispanoamericanos, y los JJOO centroeuropeos, si es que de verdad se trataba de recuperar el «espíritu olímpico». Luego se me ocurre que los ganadores de cada uno de esos juegos figure en los anales como el deportista más importante de su geografía, y punto final. Pero supongo que es importante proclamarse «el más veloz del mundo», o «el más fuerte del mundo», sin dejar en evidencia las profundas diferencias culturales y los abismales contrastes socioeconómicos, como si tal cosa fuera posible.
Se le presta, me parece a mí, demasiada atención al deporte. El deporte tiene sus cosas buenas, por supuesto, y hemos visto escenas memorables (en Skate, en pruebas largas de atletismo) de hermandad entre deportistas, pero el deporte no va a hacernos mejores personas, ni va a hacer del mundo un lugar mejor donde vivir. Al menos en las olimpiadas los deportistas, al contrario que en el fútbol, no se mueven exclusivamente por el dinero. En las olimpiadas no abandonas a un país, tal como Messi ha abandonado a los culés, por un sueldo estratosférico que sume más ceros a tu ya exorbitada cuenta corriente. Pero se engaña el que piense que los deportistas, de cualquier país, se entrenan y compiten para hacer del mundo un sitio mejor, o que los países acceden a ser la sede de los JJOO (o del mundial, o de lo que sea) para hacer del mundo mejor. Los deportistas se entrenan y compiten a mayor gloria personal, quizá con el orgullo de representar a un país, pero lo hacen por ellos mismos, y los países pugnan por ser la sede por otras razones que no hace falta repetir aquí.
Se me ocurre otra forma de hacer un mundo mejor: darle menos importancia al deporte, que tiene demasiados hitos (la mayoría futbolísticos, y el fútbol no es estrictamente un deporte) a lo largo del año, y más a otras cosas que merecen atención. Por ejemplo: la ciencia, el medio ambiente, los derechos humanos, y las personas que luchan por cuestiones semejantes. Ellos son que más importan, porque son los que de verdad pueden hacer el mundo mejor, y son los que menos caso reciben con grandísima diferencia (menos que los poetas, y ya es decir). Sólo por eso, ya quedamos retratados.