Uno de los aspectos que más llaman la atención de una película son, inevitablemente, los actores que en ella aparecen. Y uno de los lugares comunes a los que hemos de enfrentarnos los intérpretes, críticos e investigadores de este medio es ese que dicta cómo ha de hacerlo un actor o actriz para considerar su trabajo bueno, o adecuado, o valioso, que casi nunca tiene que ver con lo que de verdad ha de hacer un actor de cine, y todo eso tiene que ver, me temo, con prejuicios y con conceptos teatrales, que muy poco o nada se acercan a los del cine, con lo que el lío está servido. Por supuesto que luego también existen críticos o intérpretes a los que todo lo relativo a los actores les parece bastante secundario, siempre que la composición y montaje de los planos exprese una idea subyacente, como si el cine (o la literatura, o lo que sea) no fuera más que el subrayado o la demostración de una idea, pero eso ya es otra cuestión…
Sin embargo, para los que esos monigotes que están ahí delante de la pantalla son más que sombras o meras excusas formales, que aún quedamos algunos, resulta inevitable pensar en ellos como uno de los dos o tres aspectos fundamentales de un filme (no el más importante, desde luego, pero sí uno de los que más), y por tanto es crucial criticar su trabajo con un sistema de ideas más desarrollado que el que habitualmente se maneja en la crítica o el reseñismo cinematográfico al uso, para el que parece que un buen actor o actriz ha de manejarse con herramientas más propias de otros medios. Ni que decir tiene que los premios Óscar o incluso los Goya no son casi nunca los más aptos para aprender a valorar qué es una buena interpretación, porque lo que se premia en ellos (como lo que se premia en fotografía, o en montaje, en música, en demasiadas ocasiones) suele ser lo más llamativo externamente, lo que posee elementos más acusados, que llamen la atención sobre sí mismos (lo bonito en la fotografía o en la música, lo epatante en el montaje). En el caso de los actores, aquellos casos en los que se transforman de manera más forzada, adelgazando o engordando, o afeándose, o encarnando a personajes extremos, o en situaciones extremas.
Lo que se le suele pedir a un actor de cine, incluso a los mejores de ellos, es que sean «expresivos», que «transmitan cosas». Parece ser que incluso para los más concienzudos analistas lo esencial del cine es que transmita muchas cosas. Para mí, y espero no ser el único, esto es totalmente incomprensible. A raíz de esto se comenta el trabajo de un actor como hierático (es decir, que no mueve una ceja en toda la película) o como histriónico (ergo, que es muy exagerado), y se aprecia que un actor o actriz sea contenido, equilibrado, ni hierático ni histriónico, como si eso fuera un valor en sí mismo y como si la película, sea la que fuera, se beneficiase necesariamente de esto. Hace algunas décadas se valoraba también, sobre todo en lo tocante al cine mal llamado clásico (en realidad cine académico estadounidense), que los actores y actrices además tenían que ser elegantes, como si en lugar de ver una película estuviésemos asistiendo a la ópera, o yendo a un desfile de moda. Afortunadamente los críticos que defendían eso de la elegancia han pasado a la historia (casi todos…), pero no los otros. Todo eso son conceptos e ideas absolutamente disparatadas, que hacen flaco favor al espectador no cualificado cuando trata de profundizar en el cine.
Claro, tantos años de mal cine estadounidense de los años treinta, cuarenta y cincuenta, tampoco ayudan. El cine, hasta los años sesenta y sobre todo los setenta, salvo muy escasas excepciones (que las había, incluso en el ámbito estadounidense), no estaba preparado para erigirse en una representación poética de la realidad. Ver una película, por otra parte seguramente interesante, de los años cuarenta o cincuenta, es ver a actores que están interpretando de la misma manera que lo harían encima de un escenario. No existe nada más anti-cinematográfico que eso. Se ha tardado bastante tiempo, y para eso han tenido que llegar genios como Welles, Bergman, Antonioni y gente así, en descubrir que un actor de cine no es un actor de teatro, que no ha de interpretar como si estuviera encima de un escenario, que no ha de declamar como haría un Laurence Olivier cualquiera. La «única» responsabilidad de un actor de cine es crear un personaje, bajo la batuta del director, averiguar en qué se parece a ese personaje, transformarse internamente en él, y mantener esa creación del primer plano al último. Claro, es fácil de decir y luego mucho más complejo de hacer. Pero en eso consiste, no en interpretar. La cámara de cine ya se encarga de hurgar en los ojos de cada actor y actriz buscando la verdad, y cuando no la encuentra de nada sirve la elegancia, la contención, la falta de hieratismo o de histrionismo.
Tomemos por ejemplo el formidable trabajo de Denzel Washington en ‘Día de entrenamiento’ (‘Training Day’, Fuqua, 2001), un filme que no es gigantesco, pero que sí tiene trazas notables. Washington interpreta en ella al policía más violento, corrupto e hijo de puta de la entera historia del cine. Lo que hace Washington se podría calificar en algunos momentos de histriónico (como puede calificarse el de Ledger en ‘The Dark Knight’, o el de Day-Lewis en ‘There Will Be Blood’), pero es que así es su personaje. Existe gente en este mundo que es hierática y existe gente histriónica (siguiendo este razonamiento), porque así es como debe ser, y de la misma manera sucede en el cine. El cine y la literatura va sobre personas, no sobre planos, sobre composiciones o sobre montajes. Y las que salen en pantalla o en las páginas, los personajes que aspiran a ser personas con la misma encarnadura que alguien de carne y hueso, son como han de ser, y no de otra manera. Por su parte, Washington resulta extraordinariamente convincente, aterradoramente creíble, en toda la película. Es una fuerza de la naturaleza la de su personaje, y lo es la de este actor superdotado, al que jamás le percibimos una nota falsa, por muy extremo que sea su personaje. Nadie, ni Bogart, ni Cagney, ni Cooper ni Grant, podrían haber aspirado a algo así en toda su vida.
Porque ellos interpretaban, y muchos otros y otras también. La mayoría. Pero ahora, cincuenta o setenta años después, el espectador está perfectamente instruido, aunque no sea un espectador cualificado, en la mentira del actor. Lo ve a quinientos kilómetros de distancia. El actor, la actriz, han de vivir la secuencia como si fuera absolutamente real, racional y físicamente. Y han de hacerlo en un set de rodaje, con equipo de luz, de cámara, de sonido, con grúas, con extras, con mil cosas, han de conseguirlo a pesar de que en una secuencia muchas veces se filman los diálogos a trozos, o se hacen diez tomas distintas para obtener varios registros tonales, a pesar de que las secuencias se filman (por imperativos de producción…) de manera no cronológica. ¿En qué se parece esto al trabajo de un actor de teatro? Solamente en el hecho de que se da vida a un personaje ficticio, nada más. Pero el espectador de cine no es tampoco el espectador de teatro. En el teatro, por mucho que se consiga arrastrar la atención del espectador, nunca se aspira a una totalidad, y en el cine sí. El cine ha de ser un pedazo de vida que el director ha conseguido tallar gracias a su equipo. Y cuando el actor interpreta (ya sea el caso de James Dean o de Mario Casas, que nunca serán actores) se nota.
Es cuando no se nota, cuando no se puede notar, cuando el actor o la actriz lo han conseguido. Cuando han dejado de ser ellos. Cuando son el personaje de pies a cabeza, sea cual sea el personaje. Cuando no te puedes creer que el director diga corten y dejen de ser el personaje. Es ahí cuando lo han logrado y cuando se merecen todos los elogios. Y no importa que estén hieráticos o histriónicos. Lo que importa es que narrativamente, poéticamente, se han transformado para siempre y han incrustado su carácter en una puesta en escena que ha levantado una segunda realidad. La realidad de ese personaje.
Hay tres tipos de trabajos actorales y cada actor debe de saber en que tipo de género está actuando, ya sea Teatro, Cine o Política, este último género tiene grandes actores que representan bien cualquier cosa que se les ponga por delante ya sea mucho teatro o mucho cine (:-))
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Pero esos que tú dices son los mejores actores del mundo: sabemos que mienten y aun así conservan su empleo…
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En lo que rayan en lo genial sobre todo, es cuando narran cuentos de marcado carácter oriental, o sea cuentos chinos.
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Y en aguantar sin reírse delante de la cámara, no lo olvides…
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Muy bueno el artículo. Creo haber leído por ahí que los actores se dividían entre los que actuaban y los que interpretaban. He visto a muchos actores que película tras película se repiten: son ellos mismos más allá de que el personaje sea bueno, malo, rico, pobre, héroe o villano. Tienen los mismos gestos, miradas, poses. Por otro lado, he visto a otros que se transforman, que se posesionan. Con respecto a esto, he escuchado cientos de opiniones poniendo en valor tanto uno como otro polo de acción. Más allá de que a otro/as les guste como actúa éste o aquél por su color de ojos o su sonrisa engañadora.
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Gracias, juliocartei
Claro, por eso escribo este artículo, para abundar en que tantos encuentren valores que no tienen el menor sentido.
Un abrazo
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