Es difícil imaginarlo ahora, pero en los años sesenta y setenta, cada nueva película de Ingmar Bergman se esperaba con una expectación y se recibía con un interés semejante a una película de Alfred Hitchcock, lo que resulta aún más asombroso si certificamos la enorme diferencia entre ambos cineastas, no solamente en aquello que buscaban, sino en aquello que representaban: el británico el cine espectáculo, el sueco el cine artístico. Pero Bergman era un director estrella, incluso a su pesar, y lo era porque sus filmes resultaban tremendamente intensos, provocativos y personales. Sobre todo personales. Demasiado personales. Esa era la clave que hacía que los cinéfilos y la crítica, demasiado acostumbrados a ver cine académico, se quedaran estupefactos con cada nueva película suya, muchas veces sin saber qué hacer con ellas. Y en 1972, año del estreno mundial de ‘Gritos y susurros’, el cineasta de Upsala, ya tenía varias obras maestras en su haber (es, quizá, uno de los cuatro o cinco directores que más obras geniales ha realizado), reconocidas incluso hasta por la crítica menos perspicaz, que sin embargo una vez más no supo qué hacer con ella, o no supo cómo interpretarla de modo que pudiera hacerle justicia. Ese es quizá uno de los condicionantes de la mayoría de las obras más personales y complejas, que es muy difícil hacerle justicia, y que a veces han de pasar varias décadas para escribir sobre ellas sin hacer el ridículo.

Filme número cuarenta y dos, nada menos, de Bergman, ‘Gritos y susurros’ es una de sus más grandes obras maestras, que vista hoy resulta más hipnótica, poderosa y sublime quizá que nunca, porque en ella se encierra no solamente una visión del mundo y de la vida absolutamente certera, poética y convincente, sino que además es uno de los relatos sobre la agonía y la muerte más arrasadores que se recuerdan. Pocas veces hemos asistido en la pantalla a la representación de una enfermedad terminal con una fuerza y una angustia similares a esta. El hiper-exquisito y auto-convencido de su genialidad Albert Serra se ha visto esta película una docena de veces (sin reconocerlo) antes de su minúscula ‘La muerte de Luis XIV’ (2015), y no ha entendido absolutamente nada. En Bergman la muerte de su personaje no es el lienzo, sino el marco, la excusa para desarrollar, en el seno de ese relato, otros muchos relatos, otros muchos tiempos y espacios narrativos, que se van abriendo en abanico con una naturalidad y una fuerza insospechadas. Agnes (una inconmensurable Harriet Andersson) se está muriendo, y sus dos hermanas, Karin (impresionante Ingrid Thulin) y Maria (superlativa Liv Ullmann, que también interpreta a la madre de las tres), cuidan de ella en estos últimos momentos de su vida, ayudadas por la criada Anna (impresionante Kari Sylwan en un papel muy difícil). Pero las tres hermanas hace mucho que no tienen un verdadero vínculo emocional, y esto se nota desde la primera secuencia. ¿Cómo se nota? Pues por la sabia puesta en escena de Bergman, que ya en la secuencia de apertura deja a Agnes sola en su lento despertar, y que sitúa a las hermanas muy lejos físicamente la una de la otra, y sin mirarse casi nunca a los ojos. Bergman tuvo la visión de cuatro mujeres solas en una enorme habitación roja, pero en la ejecución de los diversos espacios narrativos siempre trata a cada personaje en su propia soledad interior, sin comunicarse con los demás, afrontando la situación en solitario, salvo en el caso de la criada, que sí tiene un verdadero vínculo con Agnes, algo que va a quedar cada vez más palpable a medida que avance la película.
Siendo Bergman fundamentalmente un director de teatro (recordemos su famosa frase, «el teatro es mi mujer y el cine es mi amante») sorprende una vez más que sus imágenes, sus secuencias, su cámara, resulten tan intensamente cinematográficas…. y eso sin abandonar jamás ese espíritu teatral, esa esencia que se percibe incluso en la misma historia y en la forma en que está desarrollada en pantalla. Pero ni en la dirección de actores ni en los encuadres, Bergman resulta teatral. Esa es la clave de esta historia aparentemente sencilla y breve (el filme no pasa de noventa minutos de duración), que en realidad es mucho más densa de lo que pudiera sospecharse por su metraje, pues cada secuencia alberga una enorme descarga emocional, y todas ellas están dispuestas como esferas perfectas que se van sucediendo la una a la otra, aplastando anímicamente al espectador, zambulléndole en una historia que son cuatro historias (la de las tres hermanas por separado y la de la criada, que es a fin de cuentas una hermana más, la hermana bastarda del grupo), en esta mansión de finales del siglo XIX, en la que el color rojo es predominante en las paredes, en el suelo, en las telas y en los muebles… pero también tendremos fundidos a rojo (en lugar de a negro), y primeros planos con las actrices iluminadas por una luz roja. Ya desde la primera secuencia (y con la única salvedad de la que transcurre al aire libre, que es no por casualidad la última de la película), ese color rojo acrecienta la angustia y la perturbación de una cinta especialmente angustiosa y perturbadora, quizá la más violenta, al menos psicológicamente, de toda la carrera de Bergman.
Pero no solamente por el color rojo. También por la puesta en escena, que a pesar de comenzar con unos hermosos planos del bosque que rodea la mansión, y otros planos detalle de numerosos relojes (con el sonido de un reloj como única banda sonora tanto de los créditos como de algunas de las secuencias más importantes), no será toda placidez ni serenidad, ni muchísimo menos. Pocas veces hemos visto moverse más a la cámara de Bergman y Sven Nykvist (quien por cierto recibiría aquí el primero de sus dos óscares a la mejor fotografía, ambos con Bergman) que aquí: abundantes y veloces movimientos panorámicos, siempre siguiendo a los actores, además de zooms violentísimos, lo que sumado a sus muchos primeros planos, da de si una planificación visual poco usual (aunque no única) en la carrera del genio sueco, que aquí resulta fundamental para contar esta historia aparentemente sosegada y de personajes estoicos, pero cuyo interior (el de la historia y el de los personajes, principalmente los femeninos) late con una vibración anímica y psicológica de altísimo voltaje. Porque a pesar de haberse reunido allí ante la inminente muerte de Agnes por un cáncer que la consume por dentro y cada vez más deprisa, las dos hermanas que han acudido, Maria y Karin, no pueden ser más opuestas. De una gelidez, pese a su gran belleza, y una oscuridad hermética, Karin es muy distinta a Maria, que en las manos de Ullman posee una sensualidad desbordante. Ambas viven en sendos matrimonios que no las hacen felices: Karin siente tedio en el suyo y Maria no tiene problemas para engañar a su marido con el doctor que luego atiende a Agnes.
Son Karin y Maria dos personajes de clase alta bastante egoístas y despreciables, y realmente parece que no tienen ningún afecto entre ellas ni por Agnes. Que todo es tal como dice Karin hablando sola: «una mentira». Abrumadas por la culpa y el deseo, no se dan cuenta de que la verdadera hermanan de Agnes, tanto antes como en esos terribles momentos, es la criada, Anna, el personaje verdaderamente luminoso de una película a la que el calificativo opresivo se le queda pequeño. Y sin embargo es un filme rebosante de belleza, una oscura, sensual y terrible belleza, que escapa por sus poros como si no debiera pertenecer a una historia tan turbia, tan desgarradora. Existe una inasible y melancólica belleza en la despedida en sueños de la hermana muerta, y una belleza erótica y despiadada en la secuencia en la que la criada desnuda por completo a Karin, y en la conversación en la que el doctor le dice a Maria lo que piensa de ella. Bergman no puede evitar filmar con belleza, con hondura, la historia de una familia tan dislocada, tan salvajemente materialista y carente de afecto genuino. Es un pedazo de vida muy oscuro, pero verdadero, el que nos plantea aquí Bergman, en un momento de madurez expresiva absoluta, tras tantos años de teatro y de cine, tras tantos títulos y trabajos portentosos. Y en cierto sentido, a pesar de su audacia formal, es un filme tremendamente despojado, casi místico, en el que no puede evitar que se filtre su preocupación por la muerte, el sufrimiento y el sentido de la existencia.

No hay compasión con sus personajes, ni hay sentido trágico de la vida. El sufrimiento no lleva a ninguna parte. Sólo quedan algunos momentos de felicidad que hay que disfrutar y reconocer como tales, antes de que el tiempo se nos lleve a todos. Esto es lo único que Bergman parece decir a su interlocutor, el espectador. ‘Gritos y susurros’ no es una tragedia, ni un drama. Es un poema visual, un sueño vívido, una historia de mujeres incapaces de amar o ser amadas, de reconocerse a sí mismas ni a los seres queridos cuando se acerca la madurez de su existencia. Pero también es un relato de dignidad, la de Anna, el único personaje digno y noble de una historia gélida e irrespirable, un ser solitario y diminuto, aparentemente frágil o irrelevante, que es el único que tendrá, al final, las palabras de Agnes en su memoria.
Bravo. Es un de los mejores artículos que te he leído. Muy bien hecho, colega.
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Muchas gracias, my friend!
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