Existen algunas películas míticas que además sucede que son excepcionales obras maestras del arte narrativo de todos los tiempos. No todas las películas míticas comparten esta atribución, ni mucho menos, pues la gran mayoría son poco más que globos hinchados por un pensamiento crítico de poco alcance y nula argumentación. Y sucede algo más: cuando de verdad tiene lugar una obra maestra del cine (como en la literatura, como en la música) comprendemos que mucho de lo que antes considerábamos superlativo o formidable no lo era tanto, porque ahora hemos visto hasta donde puede llegar un artista en la consecución de su visión creativa. ‘Ran’ (1985) es muchas cosas: la última gran obra épica de Akira Kurosawa, un fabuloso compendio de sus obsesiones y sus pulsiones narrativas, un elogio y una declaración de intereses sobre un tipo de cine y de representación visual que sólo unos pocos autores parecen dispuestos a llevar a cabo… Pero antes que nada es una sola cosa: una radiografía despiadada de la naturaleza humana como pocas veces se ha visto en una pantalla, un relato de una negrura y un pesimismo tan atroces que dejan al espectador absolutamente aniquilado tras el extático visionado de sus imágenes y sonidos. Una experiencia inolvidable para cualquier amante del cine y del arte en general.
Concebida en muchos aspectos como el proyecto más importante de su carrera, Kurosawa nunca se lo planteó como su última película (de hecho, afortunadamente, no lo fue, y aún pudo regalarnos varios filmes realmente estupendos), sino como el inicio de una nueva etapa. Aquella historia le había obsesionado durante tantos años y había costado tanto esfuerzo levantarla y conseguir la financiación y pulir todos los detalles, que filmarla fue algo parecido a una liberación. Adaptación muy libre, en parte, del muy sobrevalorado texto shakesperiano ‘El rey Lear’, contiene también elementos argumentales de ‘Motonari Mori’, aunque en todo momento debe considerarse un guion original, y no un palimpsesto japonés de motivos shakesperianos, lo cierto es que ‘Ran’ es la consecución lógica de una carrera sin parangón en la historia del cine, uno de los últimos peldaños cuya escalera estaría conformada, justo antes, por la sensacional ‘Kagemusha’ (1980), que en algunos aspectos puede considerarse como un borrador de esta, y por la sublime ‘Dersu Uzala’ (1975), en la que el maestro ya anticipaba una madurez absoluta en el empleo de espacios y entornos naturales como parte insoslayable del relato que nos estaba contando, y como herramienta insuperable a la hora de establecer los estados emocionales de los personajes y su relación con el mundo que les rodea. Viendo ‘Ran’ por enésima vez resulta difícil lanzarse a un análisis profundo de sus imágenes, porque te arrollan con tal fuerza que no te permiten una valoración sosegada y pormenorizada de los elementos que las conforman.

Un antaño orgulloso guerrero y jefe de su propio clan (Hidetora, patriarca del clan Ichimonji), en realidad un señor de la guerra con un gran feudo bajo su dominio, decide dejar de lado sus responsabilidades como líder y pasar su poder a sus tres hijos varones (Tarō, el mayor, que se convertirá en jefe, Jirō, el mediano, y Saburō, el menor). Al primero le lega su mejor castillo, y a los otros dos les cede otros dos castillos de menor importancia, instándoles a jurar fidelidad a su hermano mayor y a estar los tres juntos. Hasta aquí recuerda bastante al Lear de Shakespeare (que a su vez era una adaptación bastante poco afortunada del muy superior ‘King Leir’…), con el anciano padre legando sus enormes posesiones a Gonerilda, Regania y Cordelia, pero ya el propio texto de Kurosawa se revela muy superior y mucho más coherente que el shakesperiano cuando el hermano menor, Saburō, duda de la lógica de su padre y aunque es el más leal queda desterrado por él, mientras que en la obra de teatro Cordelia es repudiada simplemente por criticar la excesiva adulación de sus hermanas. Y no acaba aquí la superioridad argumental y en la coherencia dramática de Kurosawa, sino que en todo el desarrollo es mucho más creíble, mucho más robusta y mucho más conmovedora, y eso aunque es inevitable, para ojos occidentales, sentirse extrañado ante la dirección de actores y ante algunos diálogos y situaciones que son muy diferentes a los nuestros. ‘Ran’ se erige como una obra universal que rompe esa y otras barreras culturales porque su discurso y su filosofía se pueden aplicar a cualquier parte del mundo, y esto Kurosawa lo sabía bien.
El comienzo del filme ya es magistral, como en toda gran obra de arte narrativa, con las áridas y tensas imágenes de la familia Ichimonji cazando unida por última vez, en compañía de los jefes de otros clanes amigos, con algunos planos que sorprenden no tanto por su pericia técnica y su belleza estética como por su sugerencia narrativa: planos estáticos de los hermanos a caballo, mirando cada uno en una dirección cardinal distinta, a corte brusco con imágenes en frenético movimiento de los arqueros (con el propio Hidetora a la cabeza). A estas imágenes, de un colorido (el color como elemento primordial de la puesta en escena) apabullante, le sigue la reunión con los hijos, el magnífico momento en que el anciano padre se queda dormido y el hijo menor corta un helecho para que le de sombra y no se queme al sol de la tarde, y la posterior división del reino en tres pedazos que los hijos tendrán que mantener unidos. Con magníficos planos grupales, aquí los tres colores básicos para los hijos (rojo para el mayor, amarillo para el mediano, azul para el menor) se muestran no solamente simbólicos (la violencia, la cobardía, la dulzura y compasión) sino también plenamente narrativos, pues son los tres colores que si no permanecen unidos (como de hecho no lo van a estar a partir de ese momento) propiciaran el caos, el «ran» al que hace alusión el título (que también se puede traducir por miseria o desolación). La cámara de Kurosawa se muestra en todo momento gélida y precisa, sabiendo que no tardará mucho en llegar el fragor de la batalla y los grandes momentos épicos de multitudes y de masacres.
El hijo menor tiene toda la razón: el padre no puede esperar que un reino que ha conquistado a fuego y sangre sea ahora mantenido por la paz y la armonía. Sus hijos, sobre todo los mayores, son como el padre: no consentirán que nada quede fuera de su dominio y de su poder, y guerrearán entre ellos a la menor oportunidad. Esto ofende al padre, pero pronto se revela como una gran verdad, cuando el patriarca se vea rechazado en el primer castillo y luego en el segundo, para acabar refugiado en un tercero que será destruido por la unión de las fuerzas militares de los dos hijos mayores. Es ‘Ran’ uno de los relatos antibelicistas más desoladores de la entera historia del cine. Pocas veces hemos visto como aquí los efectos devastadores e inhumanos de las guerras. Ya en el segundo tercio del filme, con la batalla por el poder por fin desatada, asistiremos a algunas de las secuencias de batalla mejor filmadas de la historia, pero no serán batallas en las que se ponga por delante el deleite visual y el placer por la adrenalina, sino en las que se muestre el horror del que es capaz el ser humano. En ese sentido, es ‘Ran’ un filme apocalíptico, en cuya fotografía (sublime el momento en que Hidetora suplica a la hija de su adversario que le muestre su desprecio, con el dorado crepúsculo del cielo, anticipando los momentos de violencia que están por venir) se va derivando de los colores claros y la luminosidad del inicio al rojo saturado de la sangre y de un cielo casi coagulado. No hay esperanza en ‘Ran’, ni se va a proporcionar respiro al espectador. Las luchas por el poder sólo propician una montaña de muertos. Y esto es lo que veremos en ‘Ran’ a través de los ojos alucinados del padre, que serán los nuestros.

Se ha comentado mucho la relación de la composición de Tatsuya Nakadai (Hidetora) con el arcaico teatro del No. Tal como explicó el propio Kurosawa, esto es una equivocación: ‘Ran’ no aspira a ser teatro, sino abstracción lírica, música hecha imágenes. La máscara del rostro de Hidetora, que progresivamente va perdiendo la razón ante la traición de sus hijos, es un reflejo de la propia máscara del verdadero personaje antagonista, la fascinante Lady Kaede (Mieko Harada), que convierte a Lady Macbeth en una sombra. Es Lady Kaede la verdadera responsable de la destrucción del clan Ichimonji, cumpliendo una terrible y justa venganza contra Hidetora. Son ambos caracteres, y sus correspondientes espacios narrativos, las fuerzas subterráneas que hacen latir el filme y con él al espectador, que asiste horrorizado a esta ópera sangrienta en la que abundan escenas increíbles, inefables, como el doble suicidio de las acompañantes femeninas del patriarca, o el momento en que el chico cegado en el pasado por Hidetora toca su flauta ante el silencio de todos… No olvidamos nunca, no nos lo hace olvidar Kurosawa, que quizá este terrible padre merece absolutamente todo lo que le sucede, por haber sido un señor de la guerra cruel y despiadado, pero aún así nos es imposible no sentir una enorme compasión hacia él, ahora que va a pagar una por una todas sus iniquidades y actos deleznables cometidos en su vida.
Todo el filme está construido como un aborrecimiento a la locura de la guerra, con el que el maestro obliga a cualquier espectador del mundo a plantearse si sería capaz de perpetrar semejantes atrocidades en pos del poder, o siquiera de llevar a cabo una venganza tan sanguinaria como la de Lady Kaede. Por eso posteriores pastiches como ‘El último samurái’ (Zwick, 2004) no acaban de entender nada. No fue aquello un mundo idílico de guerreros y de reinos fundidos en la naturaleza, sino un crisol de violencia y de machismo, de enfrentamientos y de barbarie, que sin duda atrae por su hipnótica belleza, pero que en su corazón se hallaba tan corrompido como cualquier otra sociedad pasada, presente o futura. Tan solo queda al final el flautista ciego como irónico testigo de tanta locura y tanto odio, de tantas vidas destruidas y de tantas pasiones consumadas.
