A todas horas. Por todos lados. De boca de gran parte de la gente. Incluso de tí mismo, que no piensas más que paridas que te ves en la necesidad de acallar para no volverte loco.
Una cosa buena que tienen los animales es que no hablan. Es un tremendo punto a su favor. Los que están contigo por casa no andan molestándote con paridas como las que escuchas por la tele, por la radio, por la calle, en el coche, en el metro, en el trabajo. Se limitan a estar sin sentir la necesidad de soltar las paridas que por alguna extraña razón el ser humano, tanto ellas como ellos, sueltan a todas horas, quizá tan solo por alguna insondable necesidad de decir estupideces.
Tengo por ahí a un comentarista que hasta hace algunos meses (y seguramente ha seguido haciéndolo, pero tengo marcados sus comentarios para que vayan directamente a spam) sentía (y aún seguirá sintiendo) la necesidad de escribirme paridas: ataques, chorradas, enmiendas, memeces de primera categoría. ¿Por qué? No hay razones. El caso es que el tío se creía (se cree) tremendamente inteligente. Pero la inteligencia, me parece, es algo que escasea, siempre lo ha hecho, y cuando lees los comentarios de ciertas personas, o te paras en la calle a esperar a que te atiendan en la panadería, y pones «la parabólica» (así lo califica mi madre) no sientes que el ser humano merezca ese lugar de privilegio en la naturaleza.
Y ahora, con la pandemia mundial, la cosa parece haber germinado, y haber florecido. Yo no sé de dónde se sacaron algunos que esto nos iba a hacer mejores. Nos ha vuelto claramente peores. Ha desenmascarado al ser humano en toda su brutalidad, en toda su mezquindad, en toda su necedad sin límites. Si antes las mentiras, el autoengaño, eran una parte importante de nuestra vida, ahora presiden cada ámbito de ella. ¿Qué es lo que ha sucedido para que tantos mequetrefes se crean algo importante, para que los mediocres de la clase se hayan erigido e portavoces, y los inteligentes se hayan visto relegados hasta ser casi completamente silenciados?
Lo único que de verdad marca la diferencia es la inteligencia, pero no la listeza o la astucia. Y la inteligencia no es conocimiento o sabiduría, no consiste en leer muchos libros (aunque leer alguno que otro, y bueno, no está mal de vez en cuando), sino en tener la mente grande, abierta, poderosa, generosa y compasiva. Y eso es, creo, lo más difícil del mundo. Lo más fácil es lo otro: ser un memo y decir o escribir paridas, ser un ladrón o un cínico, votar a ladrones o a cínicos, decidir ser un mierda, un troll o un mentiroso. Lo más complicado es decir cosas que merezcan la pena, y escuchar lo que tenga que decir el otro. O simplemente estar callados. Hacemos demasiado ruido y no escuchamos nada de lo que nos rodea.
En mi caso, me es imposible no ir por la calle, siempre que voy solo, escuchando música a todas horas. ¿Ha visto el lector la película ‘Baby Driver’? Pues el protagonista es como yo: todo el día con música y metiendo la música en todas partes, con los cascos permanentemente colgados de las orejas. De otra forma me resultaría imposible ir por la calle o en metro o en el bus. Incluso en taxi. Y hago mal, porque de vez en cuando es necesario escuchar el sonido del mundo. ¿pero cómo hacer otra cosa? Las chorradas que comenta por la calle se me meten en la materia gris de mi cerebro y me hacen pensar chorradas, y tener ganas de decir chorradas, y aceptar que desde luego no valemos la pena, y que la Tierra se equivocó al permitir nuestra evolución y nuestra total primacía sobre el resto de los animales, primacía que no se basa en la inteligencia sino en nuestra capacidad para la crueldad.
Y verlo de otra manera es, creo, una tremenda equivocación.