Recientemente he tenido varias conversaciones, que han surgido de manera espontánea, acerca del carácter dual y de la dialéctica que se establece siempre entre realidad y ficción, dos conceptos, dos mundos antagónicos pero complementarios que dan lugar a más errores de forma y fondo de los que a veces podemos imaginar. Y también recientemente leí cierta cita de Cortázar en la que afirmaba que no hay diferencia entre lo tangible y lo intangible, entre realidad e ilusión.
Más allá de las ideas de cada cual, que luego nos vamos a ver obligados a defender o a sostener si no queremos quedar como verdaderos imbéciles, lo cierto es que algunas cosas resulta difícil sostenerlas, por una parte, y que ese tipo de argumentaciones, si argumentaciones se les puede llamar, son un indicativo muy poderoso del mundo en que vivimos y del estado de las cosas. Yo, en lo que me toca, voy a intentar dejar aquí por escrito cuáles son las mías, y voy a hacerlo con ejemplos concretos, que siempre vienen bien.
Confundir realidad y ficción, hacerlo de manera patológica, es algo que solamente hacen personas con serios problemas psicológicos. Pero confundirlos de manera filosófica, es decir, de manera intelectual, como una idea revolucionaria o idílica, es algo aún peor, que bajo mi punto de vista es digno de gente muy ignorante o que no ha reflexionado lo suficiente. Comprender la ficción como lo que verdaderamente es, un espejo de la realidad, es esencial no solamente para poder conocerla mejor, sino para vivir en este mundo de una manera más eficiente, creo yo. La fantasía, la ficción, es un fenómeno de la psique humana con la que poder no ya evadirnos, que dirían muchos, sino simplemente soportar la mera existencia, que sin ficción carecería aún más, si cabe, de sentido. Construimos ficciones para entendernos mejor y para tener herramientas con las que afrontar la realidad, no porque la ficción sea una realidad efímera u oculta. No lo es, no puede serlo. La línea que divide realidad y ficción está ahí para algo: para no volvernos locos, para poder vivir con un poco de sensatez. La ficción, además, parte de la realidad, y no al revés. La ficción se crea desde la realidad, no la realidad desde la ficción.
A veces he dicho, parafraseando a Viñó, que la ficción «es una segunda realidad». En efecto lo es, una segunda, pero no una primera. Nos parezca bien o mal, nos joda más o menos, esta es nuestra realidad y no hay otra. Parte del proceso de convertirnos en personas adultas e inteligentes, consiste en comprender la realidad como es, no como se quiere que sea. Para los impulsos secretos e inconfesables, para las neurosis compulsivas, para los sueños y las pesadillas inalcanzables, está la ficción, y está bien que así sea.
Recuerdo que cuando fui a ver ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Zemeckis, 1988) yo era aún muy niño. No tenía ni diez años y ese mundo de animación, esa escenografía y esos personajes tan extremos me parecieron lo mejor que yo podría ver jamás. Tal como sucede en la película, yo quería que los dibujos animados, los «dibus» como allí los llaman («toons» en inglés), también formaran parte de «nuestra» realidad, del mismo modo que es parte de la realidad del personaje interpretado por el gran Bob Hoskins. Quería a todos los personajes de la Marvel, de Disney y de lo que hiciera falta, campando a sus anchas por nuestras calles, y quería un lugar como «Dibuliwood» («Toon Town» en su versión original) donde ir a perderme. Y cuando me di cuenta, lo recuerdo bien, de que tal cosa no podía ser posible, me puse muy triste. Pero algunos años más tarde lo pensé bien: no me gustaría que los dibus y un sitio como Toon Town pudiera existir. Había algo siniestro en ellos y la película se encargaba muy bien, y de forma muy sutil, en hacérmelo saber.
La ficción suele ser muy atractiva y adictiva, pero en ella reside el germen que ha de convencernos de que no es un mundo habitable por nosotros. Por muy interesante y fascinante que nos parezca el mundo de ‘The Walking Dead’, ‘Futurama’, ‘Bram Stoker’s Dracula’, ‘Dogville’, ‘Snowpiercer’ o ‘La princesa Mononoke’, no nos gustaría vivir en ese mundo. Nos atraen, precisamente, porque no podemos entrar en ellos. Si pudiéramos la cosa sería muy distinta, y lo sabemos. Los personajes de esas series o esas películas nombradas viven en un infierno, y vivir en un infierno no le gusta a nadie. Si tanto les gustaría a algunos vivir en una de esas ficciones, les recomiendo darse una vuelta por Libia, por Palestina o por Ucrania, y que luego vengan a contarnos… si es que son capaces de volver. La fina línea que nos separa de esas ficciones es la que nos permite verlas. Si no hubiese línea no querríamos verlas, sino huir de ellas. Es por tanto, éticamente hablando, esencial que las ficciones no se muestren a sí mismas como un mundo en el que quizá debiéramos vivir, sino que nos muestren ese horror o ese carácter siniestro de la manera más descarnada posible, para que podamos vivir mejor nuestra realidad. No hay más, ese es el truco.
Who Framed Roger Rabbit es tremendamente fascinante, pero también terriblemente oscura, violenta y cáustica. El garbeo, breve pero intenso, que se da Valiant por las calles de Toon Town es bien explícito al respecto: el hombre está perdido, a merced de criaturas sádicas que no comparten su mortalidad, y solamente es capaz de salir de allí porque conoce sus reglas, pero termina huyendo porque en esa ficción no puede vivir sin volverse loco o terminar muerto. Es fundamental (mucho más de lo que parezca) entender que la ficción se rige por normas muy distintas a las de nuestra realidad. Que en una serie llamen marica o negro a un personaje, algo que suele pasar, no significa que la serie sea racista, sino que precisamente está criticando que alguien haga algo como eso. Que una serie vaya sobre un asesino machista, no significa necesariamente que sus creadores crean que está bien andar por ahí haciendo pedazos a las mujeres. Bien podría ser el caso, pero para eso están las reglas de la propia ficción, para dejar clara la postura de su creador. No se le pueden pedir responsabilidades a la ficción, o a un personaje de la ficción, del mismo modo que haríamos con uno real. Solamente se le debe pedir una: que sea coherente en sus partes. Que el juego que establece sea férreo y honesto consigo mismo hasta el final.
Y al espectador sólo se le puede pedir una cosa: que sepa distinguir, que posea la madurez y la inteligencia suficientes como para no engancharse ni creerse lo que ve en pantalla o lee en un libro. Nada puede sustituir a la realidad, la cruda realidad, y en el fondo es bueno que así sea.
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