Eso nos decían en la escuela de Arte. Y eso es lo que nos dijeron en las escuelas de Cine (algún que otro profesor, no todos…): contar la verdad. Y tú eso lo escuchas y te parece estupendo y muy bonito, pero no tienes ni pajolera idea de lo que están hablando. Contar la verdad. Suena muy profundo eso, muy verdadero, valga la redundancia. Pero te puedes pasar unos cuantos años preguntándote qué quiere decir realmente eso de contar la verdad.
Pero antes de eso, quisiera ir a otra cosa. A algo que a veces he querido contar aquí y que por una o por otra no he sabido o no he podido hacerlo. A lo que se experimenta en una sala de Cine o leyendo determinados libros que vete a saber por qué pero resulta que son Literatura. Porque igual estás yendo al Cine mucho tiempo o te da por leer muchos libros pero ni ves Cine ni lees Literatura, gracias a todos esos empresarios (hoy mismo los han calificado así en una respuesta directa en Twitter y me ha gustado mucho) como Ken Follett, Alejandro Amenábar, o Juan Antonio Bayona, que parecen decididos a que mucha gente no vea Cine ni lea Literatura, porque ellos no hacen ni una cosa ni la otra, sino algo bien distinto. Pero en determinado momento de tu vida, si eres pertinaz, si tienes un poco de suerte, y alguna que otra neurona por encima de la media, te pones a leer Literatura y te pones a ver Cine y te preguntas en qué se diferencian de esos libros que no son Literatura y de esas películas que no son Cine. Y en mi caso me costó mucho esfuerzo enterarme de algo, y lo hice de la manera más tonta posible.
Simplemente, hará como treinta años, me puse a ver y a leer todo aquello que por lo general la gente consideraba raro, o aburrido, o pedante, o nefasto. Y desde luego me tragué cada patraña de mucho cuidado, pero poco a poco empecé a ver y a leer cosas que de verdad merecen la pena. Y pasó algo más: empezó a gustarme ver y leer según qué cosas. Empezó a suponer una segunda realidad para mí. Me explico. Seguro que algún lector que caiga en estas líneas y que haya llegado más allá del segundo párrafo ha experimentado algo parecido: resulta que hay ciertas películas, de un racionalismo absoluto, de un exacerbado apego al realismo (aunque sean de Sci-Fi o Western), en las que vives dentro de la pantalla. Y esto sucede porque el director ha comprendido dos cosas: en primer lugar que el Cine, como la Literatura, aspira o debe aspirar a crear una segunda realidad para el receptor/espectador, a crear vida; y en segundo lugar que esto se consigue con sonidos e imágenes, con una puesta en escena, con una fotografía y un montaje, con una dirección de actores, que serán cruciales para que esto se lleve a cabo. ¿No reconoce el lector esos filmes en los que los sonidos y el ambiente es tan realista, todo es tan convincente, tan persuasivo, que estás ahí dentro, que no puedes dudar ni por un momento de aquello que estás viendo, que ves a dos personajes yendo por un pasillo o bajando por unas escaleras, y es como si estuvieras en tu casa, como si pudieras oler el aroma que desprende la cocina, como si pudieras rozar con los hombros las paredes de la habitación?
Y en Literatura, lo mismo. ¿No le sucede al inopinado y valiente lector de estas líneas mías que cuando lee determinadas novelas o relatos, los más crudos, los más terribles, los que le causan una herida, que ha accedido algo distinto al típico best-seller, que el autor de turno ha accedido a algo con lo que otros no pueden siquiera soñar, que a partir del racionalismo más absoluto, de la valentía más atroz, ha conseguido contar algo con lo que nadie contaba de una forma que nadie había hecho antes? Puede que el Cine y la Literatura no se diferencien tanto, después de todo…
Y ahora podemos volver al tema de la verdad, a eso de contar la verdad. No voy a decir ahora que lo entiendo de manera plena, pero creo que después de mucho trabajo, de mucha reflexión, de continuas investigaciones, empiezo a entender a qué se referían con ello en la escuela de arte, y me parece que muchos que creen saberlo se equivocan por completo. Contar la verdad no es eso que muchos melifluos dicen de contar tu verdad. Eso no es un juego de palabras, ni un concurso de popularidad. No va de contar tu verdad y de que cada artista cuente su verdad. Va realmente de contar la verdad acerca de todo. Una verdad incuestionable, absoluta. Porque el arte trabaja con absolutos. No va de interpretar un concepto o una metáfora, aunque ciertamente algunos son interpretables. Va de que la mayoría de las obras maestras, las obras geniales o las obras de valor no son interpretables. Tal cual: no son interpretables. Son lo que son, y en tu mano está ponerte a su altura y ser capaz de ver lo que te están mostrando. Si el arte fuera de cada artista contara su verdad entonces el arte no valdría para nada. El arte no es opinable, ni es cuestión de gustos, filias o fobias. El arte es una actitud y un compromiso. Tampoco tiene que ver, lo de contar la verdad, con contar tu vida, como tantos artistas hacen, que se ponen a hacer autobiografía. Nada de eso: consiste en un racionalismo doloroso, en ver el mundo y el ser humano tal como es, y en mostrarle la verdad de todo eso al espectador. Parece sencillo y no lo es. Pero es lo único para lo que vale el arte.
El mundo en que vivimos en una mentira constante, es un hatajo de patrañas que nos contamos unos a otros. Decía Marlon Brando que todos fingimos todos los días de nuestra vida. Y es verdad. Fingimos ser lo que no somos hasta que olvidamos si alguna vez supimos nuestra verdadera identidad. Tenemos el mundo exterior, en el que tienes que ir a trabajar, pagar tus facturas, tratar de enfrentarte a la idea de que un día enfermarás y morirás, o que simplemente morirás, probablemente muerto de miedo y sin saber si la vida ha tenido el menor sentido o aliciente. Y dentro de todo eso, para que estés más cómodo en la olla a presión de tu vida, te cuentan un montón de mentiras, por todas partes, todo el mundo, acerca de la realidad, de tu realidad, de la realidad de todos. Sin embargo el arte tiene algo con lo que no cuentan tantos creadores de mentiras, su arma infalible, su bomba secreta:
La ficción.
Es mediante la ficción que el arte, sobre todo el narrativo, puede contarte la verdad. Y no es una verdad, casi nunca, placentera o divertida, sino más bien cruda. Pero es todo lo que tenemos, esa verdad. Con esa verdad somos un poco más libres (tampoco mucho, no vayamos a volvernos locos), un poco más lúcido (ídem), un poco más nosotros mismos. Todo lo que hay fuera no es más que un abismo de mentiras. Pero con el arte obtenemos la verdad. Y no es la verdad de cada uno, ni la vida de nadie en concreto. Es la verdad de todos, y resulta bastante esperanzador que algunos estén locos por la ficción precisamente por eso: porque cuenta la verdad. En la ficción no cabe la mentira. Sus reglas son estrictas. La ficción es un juego, un tablero, en el que la mentira, filosóficamente hablando, está desterrada. Y eso es reconfortante para todos los que nos pasamos la vida buscando buenas ficciones o volviendo a ellas.
A eso se referían los varas de mis profesores cuando decían que tenemos que contar la verdad. Y voy a hacer exactamente eso a partir de ahora: contar la verdad.
2 respuestas a “Contar la verdad”
[…] fracasos, sus miserias, sus búsquedas personales, su vida íntima en defintiiva. Si el arte ha de contar la verdad ningún cineasta estadounidense lo ha hecho como este […]
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[…] Contar la verdad es una putada. Te obliga no a encontrar nuevas formas de hacer películas como un fin en sí mismo, sino a rebuscar en tu interior para que esa nueva formulación no sea más que una herramienta para que la ficción no sea un engañabobos, no sea una historia de indios, como lamentablemente es el 90% del cine estadounidense de los años 30, 40 y 50. Y lo es porque no podía ser de otra forma. Había que construir el imperio, y el cine es uno de los mayores aparatos propagandísticos de la historia de la humanidad. […]
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