Los que todo lo saben son legión. Son prácticamente todo el mundo, o la mayoría. Porque está de moda saber de todo, no ya opinar, sino zanjar, no ya conocer, sino cercenar cualquier posibilidad de debate. Eso está bien cuando te pones a escribir un ensayo –de hecho, creo que es lo que se debe hacer en esos casos–, pero no cuando hablas con la gente. Porque entonces no hablas. ¿Alguien habla, realmente, además de soltar su discurso?
No voy a ponerme ahora con eso de que tal suceso es la antesala del fascismo –aunque lo es–, pero sí con que es tremendamente aburrido hablar con esa gente, es decir con la mayoría de la gente. Y debe resultar tremendamente cansado ser ellos, porque a nadie le gusta ser un pedante (bueno.. a casi nadie), de modo que tienes que saber de todo, y cercenar cualquier posibilidad de debate que pueda cuestionar tus ideas… pero sin dártelas de nada. Muy complicado, muy agotador.
Y tampoco es que la cosa haya cambiado mucho de un tiempo a esta parte. Yo creo que siempre ha sido así. Te pones a hablar con alguien, en persona o de manera virtual a través de las redes, y ya asumen que estás por debajo de ellos.. o aún peor, asumen que lo que estás diciendo no merece escucharse… o peor todavía, ni siquiera te dejan empezar a decir lo que quieres decir. No recuerdo donde dejó por escrito Thoreau que el mayor cumplido que le había hecho alguien había consistido en preguntarle qué opinaba sobre algo y después esperar la respuesta. Eso no sucede. O rara vez sucede. Puedes ponerte a hablar de Química con alguien que por alguna razón asume que estáis en el mismo nivel (cuando a lo mejor esa persona es deportista y tú eres matrícula de honor en el tema), y ni por un momento se para a pensar, puede valorar la posibilidad, de que lo que está diciendo su interlocutor tiene pleno sentido y lo que dice él es un disparate sin pies ni cabeza.
Cuanto más se sabe, más consciente es uno de lo que no sabe… si es que de verdad se sabe. El conocimiento es un trampa en sí mismo, y no lleva a más que discusiones vacías, sin sentido. El diálogo, el debate, queda desterrado de mesas con personas que conocen de mucho pero no tienen la personalidad que lo impregne de nada. Y además a esa gente se la reconoce enseguida. En cuanto abres la boca y dices algo original, tuercen el gesto y se les cierran los oídos. No van a atender razones. No van a cuestionarse nada por la sencilla razón de que les ha costado demasiado tiempo y trabajo llegar a donde sea que estén (que tampoco es demasiado lejos… intelectualmente hablando), y no va a venir ningún mindundi a hacerles pensar que pueden estar equivocados. O más que equivocados: que a lo mejor las cosas no están tan claras, ni son tan sencillas como ellos piensan. Y eso le pasa incluso a mentes preclaras, abiertas, tolerantes y progresistas.
Así que ponerte a hablar con un desconocido así, sin más –cosa que se hace en las redes sociales–, es algo bastante arriesgado, porque tienes todas las papeletas de que sea un componente de esa legión de personas que se piensan que hablar con otra persona consiste en soltar tu perorata, que asientan con la cabeza y que no den mucho la murga. Es decir, no quieren conocerte, ni quieren conocer otras ideas que puedan reforzar las suyas, o enriquecer su forma de pensar, o plantearse nada. Y eso es lo más cansino y aburrido del mundo. Y aburrirse es denigrante. Por eso hay que aferrarse a las personas que tienen buena conversación, porque no abundan, y porque una interacción con las otras te quita años de vida. Que me crea el lector de estas líneas, porque tengo amplia experiencia al respecto.
Hay gente por ahí que quiere hablar y aprender –poca, pero la hay–, y hay mucha, muchísima gente, que lo único que quiere es aferrarse a su frágil ego. Así de sencillo.