Cada cual tiene su década fetiche, generalmente la década en la que nació o en la que empezó a ver más películas, leer más libros y en definitiva empezar a conocer un poco más aquello que le rodeaba a través de la ficción. Para unos serán los cincuenta, para otros los ochenta… Me resulta extraño que tantas personas nacidas en los años setenta tengan como su época fetiche los treinta y los cuarenta en el cine, por ejemplo, y me resulta menos extraño, a pesar de los pesares, que tantos pelmazos den la brasa con los años ochenta, porque entiendo que son aquellos años en los que siendo críos algunas películas les marcaron y se quedaron para siempre en su imaginación… por mucho que no sean grandes películas, aunque algunas las hubo…
En esto del Cine la mayoría de la gente, incluso personas que escriben sobre ello y que por lo tanto no solamente están formados sino que investigan sobre el tema y tienen libros publicados, tiende a pensar que hay muchos grandes directores, y muchísimas obras maestras, y yo no soy de esa cuerda. Creo que hay algunos grandes directores, unos pocos genios, y algunas obras maestras, otras magistrales, otras notables, y muchísimas mediocres y/o sobrevaloradas. Las obras cinematográficas, como las literarias, no existen en un vacío, sino que se relacionan las unas con las otras y se superponen estéticamente (si se me permite esa expresión) una sobre otras, de tal forma que comparada con The Bone Collector (Noyce, 1999), podemos decir que Seven (Fincher, 1995) es magistral, pero comparada esa con The Silence of the Lambs (Demme, 1991), es hasta artificiosa y poco inspirada. Cada cosa tiene su lugar, y se lo gana a base de argumentos poético-narrativos, no argumentales, no carismáticos. Es decir, una gran película no lo es porque todo el mundo recuerde unas famosas líneas de diálogo, sino por algo más: porque propone algo nuevo que otras no pueden alcanzar, y porque eso nuevo que propone logra algo más que una simple originalidad. Logra crear una vida que no existe en otro contexto. Pero de esto ha ye he escrito yo muchas veces…
En mi caso, intento siempre poner por delante, antes que mis gustos sobre tal o cual historia, tal o cual actor, tal o cual marco genérico, lo que posee una o algunas de estas cosas:
Grandes secuencias (desde varias perspectivas narrativo-conceptuales)
Grandes personajes (desde un punto de vista literario, de dirección de actores y de composición)
Globalmente, una mirada del director que lo aúne todo con un propósito poético definido
Grandes planos (complejos y ricos visual y narrativamente)
Buenas ideas de fotografía, de montaje, de diseño de producción, aunadas con la visión del director
Fuera de todo esto me parece a mí que todo es elucubrar y proponer cosas que no llegan a nada. Y si nos ponemos con la década de los 90 (que no considero que sea más rica que los años 70, pero fue la época en la que yo pasé de ser un niño a ser un adulto, y a tomarme las cosas en serio y a aprender algo), podemos empezar a proponer cosas desde ya mismo, poniendo como marco del año 1990 al 1999, a pesar de que la década comenzó en 1991 y acabó en el año 2000, pero que por razones psicológicas (y por vaguería, más que nada) se suele considerar así y punto final.
El otro día en Twitter se comentaba acerca de la secuencia final (que no es realmente la secuencia final tampoco, pero no vamos a ponernos tiquismiquis) de The Godfather Part III, que incluso los que atacan con más furia el filme suelen (digo «suelen») salvar, o suelen admitir que por lo menos ese bloque, el de la ópera, es algo estratosférico. Menos mal, diría yo, porque se trata de la mejor secuencia de toda la trilogía, lo cual es mucho (muchísimo) decir, y probablemente una de las secuencias más importantes de toda la década de los 90, e incluso llegué a decir que muy pocas la igualan y que desde luego ninguna la supera.

Porque es lo que pienso, es más estoy seguro. Al lado de la secuencia de la ópera, en la que se entremezclan con inmensa sabiduría narrativa la ficción de la ópera con la realidad (para los personajes, porque para nosotros, obviamente, es otra ficción) de los sucesos que rodean a los Corleone, y en la que se establecen varios niveles espacio-temporales, y los puntos de vista de varios personajes, todo ello como una ópera cinematográfica que engloba y engulle la ópera de ficción, se podría situar quizá la batalla final de The Thin Red Line (Malick, 1998), el bloque del hundimiento de Titanic (Cameron, 1997), y poco más. Esto son monumentos a la construcción cinematográfica secuencial.
Y si hablamos de grandes personajes, ahí está el Cyrano de Depardieu, el Hannibal Lecter de Hopkins, la Bess de Emily Watson, la Cynthia de Brenda Blethyn, alrededor de los cuales se construye la película, se crea la ficción que da vida a estos monstruos de la interpretación, en perfecta sintonía con la mirada del director. Y si hablamos de obras revolucionarias, ahí está la explosión de talento de Lars Von Trier, los últimos filmes de Kieslowski, o el Fight Club de Fincher, o el Barton Fink de los Coen, o el JFK de Oliver Stone. Y si hablamos de la mirada del director (es decir, de verdadera originalidad), ahí está el sorprendente Ed Wood de un director habitualmente tan poco cabal como Tim Burton, o el Unforgiven de Eastwood, o el Magnolia de Paul Thomas Anderson. Y si hablamos de autores, de personalidades únicas, ahí están los filmes de Lynch, o de Erice, o de Kusturica.
Y algunos de esos filmes no me gustan, en realidad muchos de ellos. O por mejor decir: no me agradan a la vista, no son una gozada para verlos una noche de lluvia. Pero poseen algún rasgo definitorio del gran cine, y contra eso no puedo hacer nada.