El otro día se estuvo compartiendo por Twitter, retuiteando y comentando, un vídeo de uno de los últimos cumpleaños de Billy Wilder, en el que se ve a varios cineastas rindiéndole pleitesía, y en el que Steven Spielberg decía algo así como que Wilder es el mejor director/escritor de la historia. Yo no sé si es así, pero me recuerda uno de mis caballos de batalla habituales de siempre: cuestionar el que habitualmente se llama cine «clásico» estadounidense (que por cierto, más valdría llamar cine académico), el que se hizo entre los años treinta y cincuenta, aunque sobre todo el de la segunda mitad de los cuarenta hasta finales de los cincuenta, como el más grande que se ha hecho jamás, como ejemplo de colección de grandes nombres, de grandes genios; algo a lo que siempre me he opuesto, porque sencillamente no hay por donde cogerlo. Pero lo suyo es dar argumentos, así que empecemos con ellos, a ver si puedo convencer a alguno de algo que para mí es meridiano.
Recuerdo bien mi veneración por ‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, 1956), el famoso filme de John Ford cuya imagen final corona este texto. Dejé expresada mi veneración por esta narración fordiana en unos cuantos artículos en el pasado. Pero algunas cosas cambian. Cuanto más investigas, cuanto más creces, cuanto más cosas aprendes, te vas dando cuenta de que las cosas exigen mucho más que quedarse en el lugar común de ensalzar un cine pasado como el mejor posible o como el que abrió las vías del presente. Es necesario ser muy exigente en estas cosas, y no quedarse en las viejas fórmulas de siempre, en la veneración exagerada a Ford, Hawks, Wilder, Cukor, Mankiewicz, Kazan y el resto de los que al parecer son la cumbre no ya del cine EEUU, sino de toda la historia del medio. Y el problema es que esto lo suelen defender incluso los puristas que reclaman la supremacía del cine de autor, del cine minoritario, hablando siempre de semántica y de lenguaje, sin darse cuenta en la tremenda incoherencia en la que incurren… exactamente la misma, por cierto, en la que incurrieron los primeros Cahiers al exigir un cambio en la forma de hacer las películas y defender, precisamente, a Hithcock o Ford.
Pocas cosas que me causen más rechazo intelectual que todos aquellos beatos que insisten en que el cine verdadero era el mudo, y que los maestros de antaño son los mejores simplemente porque son los de antaño, lo que les deja en una pobre situación para poder analizar el presente. Considerar que los Ford, Wilder, Hawks, Kazan y compañía son los maestros a seguir pero luego reivindicar la necesidad de que el cine, como forma expresiva, siga evolucionando, es directamente un contrasentido, pero no porque no se puedan tener referentes a los que poder superar, sino porque todo lo que hicieron esos supuestos maestros fue precisamente seguir con las normas pre-establecidas, jamás llevar este medio a nuevas fronteras poéticas o estéticas, nunca ofrecer otra cosa que una formulación muy hábil y muy brillante en algunos casos, pero siempre académica, siempre correcta, siempre con principio, nudo y desenlace, con un final claro y cerrado… y lo más importante: siempre mintiendo, siempre erigiéndose en esa fábrica de sueños que no hace más que pervertir la realidad.
Cuando digo, por tierra, mar y aire, que con ‘El padrino’, en 1972 el cine estadounidense se hizo mayor –algo que por otra parte voy a repetir hasta que me quede mudo–, es por tres razones fundamentales: porque el cine estadounidense «mainstream» dejaba de ser un vehículo para contar mentiras, porque alguien (en este caso Coppola) demostraba que se podía hacer cine narrativo y poético al mismo tiempo, y porque por fin los numerosos avances narrativo-conceptuales que habían tenido lugar en Europa desde finales de los años 40 cristalizaban en una obra maestra que por cierto –algo de lo que hablaré en un futuro artículo–, tiene poco de estadounidense y angloparlante… Lo gracioso de todo esto es que Estados Unidos expulsó de su seno al único que antes de Coppola había sido un genio del cine, el irrepetible Orson Welles, que con las tres o cuatro películas que hizo en ese país ya se puso por delante, en todo, de los Ford, Hitch, Hawks y cualquier de los golden boys de una era tan idealizada.
Contar la verdad es una putada. Te obliga no a encontrar nuevas formas de hacer películas como un fin en sí mismo, sino a rebuscar en tu interior para que esa nueva formulación no sea más que una herramienta para que la ficción no sea un engañabobos, no sea una historia de indios, como lamentablemente es el 90% del cine estadounidense de los años 30, 40 y 50. Y lo es porque no podía ser de otra forma. Había que construir el imperio, y el cine es uno de los mayores aparatos propagandísticos de la historia de la humanidad.
De modo que, en resumidas cuentas, y sin querer quitarle su importancia a todos esos grandes directores que son el legado del cine académico estadounidense, en ningún modo puede hablarse de una época gloriosa, sino de unas décadas complicadas y problemáticas en mucho sentido, que por suerte desembocó en los años setenta, en los que Coppola, Scorsese, Malick, Hopper, Lynch, Allen y otros dieron un vuelco a su forma de entender las cosas… aunque ese vuelco todavía haya algunos que lo quieran abaratar.