Al final cada uno es de los precursores y de los tótems que uno mismo elige… y no basta con elegirlos, hay que procurar estar a la altura de ellos. Todo lo que sea posible, al menos. La mayoría de novelistas o cineastas posee unos precursores, muchas veces sin darse cuenta de que los tienen. Es posible que nombren a otros, o que le hubiesen gustado que fueran distintos, pero al final tienen los precursores, las influencias y el ascendiente de los que existieron antes que ellos e hicieron cosas en teoría parecidas a las que ellos intentan hacer. Y la mayoría de los críticos y receptores comunes, lo mismo: elegimos a nuestras figuras totémicas, pero no basta con elegirlas, hay que estar a la altura. No basta con leer y elogiar a Mann, Faulkner, Woolf, Torrente Ballester o Unamuno, hay que estar a la altura de ello, comprendiendo quiénes eran, qué pretendían y sobre todo para qué hacían lo que hacían.
Si luego quieres ponerte como tótem, como figura máxima que comparar con todas las demás, a un escritor mediocre, famoso o simplemente malo, es cuestión tuya, pero se te caerán los argumentos a las primeras de cambio –los argumentos y las narraciones que pretendas armar…–, pero si decides poner a uno de los verdaderamente grandes ahí arriba de tu panteón particular, tienes el problema de entenderle, de conocerle a fondo. No el problema… la responsabilidad. Puedes nombrar a un gran escritor, o a un gran cineasta, hasta la extenuación, puedes listar sus obras y decir que son lo más grande que el mundo ha conocido, pero a la hora de la verdad tendrás que explicar el porqué. Bloom, el famoso crítico literario estadounidense, decidió poner arriba del todo a Shakespeare, y de ahí se deduce el verdadero galimatías filosófico de su doctrina literaria. Algunos ponen ahí arriba a Cortázar (!), a García Márquez (!!) o incluso a Arturo Pérez-Reverte (!!!). Muy bien, nada en contra. Luego, cuando te pongas a desarrollar tus ideas sobre Literatura a ver cómo eres capaz de defenderlas. En el cine igual: algunos ponen ahí arriba a Spielberg, a Nolan o incluso a Amenábar. Perfecto. Luego te pones a debatir con ellos sobre ciertas cuestiones y mucho me temo que habiendo elegido esos naipes la partida se les acaba muy pronto.
Particularmente, y no estoy solo en esto, creo que en Literatura hay dos dioses. Sólo dos.
En narrativa y teatro, Miguel de Cervantes
En poesía narrativa y lírica, Dante Alighieri
Y no hay más. Luego podemos discutir la lista de genios que cada uno incluiríamos, pero siempre debajo de estos dos dioses inexplicables, que es muy difícil entender cómo pudieron tener lugar. Y los genios son muchos… o algunos: Tolstoi, Stendhal, Dostoyevski, Quevedo, San Juan de la Cuz, Sor Juana Inés, Joyce, Faulkner, Mann, Hesse, Broch… Y entre los que no son genios alguno hay que también parió, cuando pudo y le dejaron, alguna obra genial. Pero como no soy un experto en Dante (eso se lo dejo a mi buen amigo Javier Gallego, si quiere coger el guante) me voy a centrar en Cervantes. Porque al final, si escoges esta carta y juegas con ella tus partidas, no puedes perder nunca. Cervantes siempre gana, y esto tanto en Literatura como en Cine. Pues el Cine, desde un principio, no es sino una forma audiovisual de Literatura, y la Literatura Narrativa se la inventó Cervantes, la creó, la facturó, y los creadores llevan 400 años teniéndolo de precursor a menudo sin saberlo, y los críticos llevan interpretándole las más de las veces de manera errónea, pues era, es, mucho más inteligente que todos ellos. Y de inteligencia hablamos.
Tanto su Quijote, por supuesto, como su Galatea, su Persiles, sus novelas ejemplares, sus obras de teatro y hasta sus breves poemarios, demuestran que estamos ante un hombre de un ingenio, una clarividencia y una originalidad tan desbordantes, tan radicales, que es lo primero que llama la atención a la hora de leerle y es el primer rasgo que tomar a consideración cuando se leen cualquiera de sus obras. Eso para empezar. Porque a continuación, lo que se desprende de tal ingenio, clarividencia y originalidad son dos aspectos arrasadores: en primer lugar su prosa, que depende de su mente estratosférica; en segundo lugar su ironía suprema, de la que se van a destilar sus toneladas de cinismo y sus ingentes, interminables mentiras narrativas. Así las cosas, puede que Cervantes sea el escritor más fácil de leer por la claridad de las ideas expuestas en sus piezas maestras, pero el más complicado por la casi imposible tarea que representa penetrar en ese pensamiento suyo, en ese torrente de ideas, imágenes, de relatos dentro del relato, de narraciones dentro de la narración, en un juego de espejos interminable que una y otra vez devora la inteligencia del lector o crítico más perspicaz. Cervantes se propuso crear un laberinto de ficción en el que hasta los más tozudos y brillantes se estrellasen. Y lo consiguió.
Pero volvamos, siquiera brevemente, a su prosa. Todos hemos leído muchos libros, y algunos a autores importantes. Léase uno cualquier capítulo del Quijote o del Persiles. La enorme complejidad disfrazada de desarmante sencillez, la capacidad de sugestión, el genio a la hora de crear personajes vivos, lo excelso de sus diálogos, su penetración psicológica, su enorme expresividad y originalidad… Genios como Mann o Joyce lo tienen crudo con él. Habiendo leído a Cervantes, es muy fácil colocar a todos los demás. Eligiendo a Shakespeare como lo más grande (¡cuando no escribió nada de prosa en su vida!) o a Hugo, o a Balzac o a quien sea, el que lo tiene crudo es quien los elija. La distancia entre Cervantes (y Dante) respecto a los genios que vinieron después es tan grande como la que existe entre esos genios y escritores solventes o defendibles. Y eso sin atender a sus conquistas formales o a su profundidad conceptual, ateniéndonos tan solo a una lectura superficial de su prosa. La capacidad de la palabra es la de Cervantes, que convierte a Shakespeare en un desmañado y vacuo parlanchín. Basta leer cualquiera de los entremeses que escribió para que tal argumento se sustente por sí solo. Uno de mis preferidos, ‘El laberinto del amor’, posee por lo menos media decena de monólogos que dejan al consabido «to be or not to be» como una verdadera inanidad. El genio de Cervantes es tal que primero te destruye y luego te obliga a una humildad forzosa con la que encarar tus esfuerzos críticos y narrativos. No puede ser de otra manera.
No tuvo mucha suerte en la vida, Cervantes. Cuando llegó su primer Quijote, nadie contaba ya con él. Era hombre de edad avanzada, de pocos dineros y algunos enemigos o contrincantes poderosos. Aún mucho más avanzada era su edad, diríase un anciano, con el segundo Quijote, del que apenas pudo disfrutar su éxito. Pero eso es lo de menos. Está más vivo que todos los que hoy escriben narrativa. Su lucha contra los idealismos, su racionalismo extraordinario, sus narraciones en las que los personajes se debatían entre sus ideas y el mundo material, ha impregnado las ficciones de todo el mundo occidental. Su influjo es el más grande que se conoce en narrativa. Siempre digo que la saga que lo cambió todo en el cine estadounidense, ‘El padrino’, es el Quijote del cine, y que ‘Apocalypse Now’ es la Divina comedia del cine… Los dioses es lo que tiene, que son inmortales. Su enorme poder artístico cambia y se transfigura a lo largo de los siglos, pero siempre está ahí, su esencia, para volver a ella, para que te sirvan de tótems y ganar cualquier partida o debate dialéctico. Y se tiene toda la vida para tratar de entenderles y conocerles, quizá más de los que les nombran y les reescriben sus famosos, y cegatos, exégetas.