Muchas veces, cuando se emplea el término «revolucionario», se está haciendo un uso inadecuado de la palabra, igual que cuando se utiliza la expresión «obra maestra». Estamos deseando usarlos, muchos las incluyen habitualmente en sus textos o sus diatribas sobre cine y literatura, pero acaban abaratándolos, degradándolos, seguramente porque no se toman en serio la materia de la que están hablando. Así, cuando de verdad estamos ante una obra revolucionaria o magistral, resulta bastante complicado darle el peso que merece. Esa es la labor de un crítico, entre otras muchas: no dejarse arrastrar por ideas preconcebidas ni por la necesidad de encontrar obra geniales a cada recodo del camino, sino por la misión ineludible, casi sagrada, de defender lo grande y desechar lo mediocre. Claro que a la hora de proponer un ensalzamiento de lo grande, ha de ser lo verdaderamente grande, lo que cambia el paradigma, lo que supone un ensanchamiento del territorio poético en el que está inmerso.

Como me paso la vida viendo cine estadounidense, que es el que con mayor diferencia se vende, se estrena y se distribuye –mucho más que el europeo o asiático–, pues resulta que también me paso la vida reflexionando sobre ese cine, sus posibilidades y flaquezas, sus grandes maestros y sus filmes esenciales. Y aunque hay muchas razones para dejar de ver según qué filmes estadounidenses, también hay bastantes razones para considerarlo uno de los más potentes del mundo, uno de los que con mayor vigor se renueva y se rehace a sí mismo con el paso de las décadas. Está por ver si con la desaparición de los grandes maestros podrá mantener ese vigor, pero por el momento ahí está. Hace un par de semanas dejé en Twitter la idea, y la volví a repetir hace pocos días, de que existen tres filmes capitales que cambiaron para siempre el cine estadounidense de los años 90 en adelante, que son consecutivos en años, y que cerraron la década al menos desde un punto de vista psicológico. Son los siguientes:

Lost Highway (David Lynch, 1997)
The Thin Red Line (Terrence Malick, 1998)
Fight Club (David Fincher, 1999)

Dos de ellas son de dos de los directores más importantes de la historia del cine estadounidense, y la tercera de uno de los más importantes de finales y sobre todo de principios de este siglo xxi. Y claro que hay más filmes fundamentales en esa década provenientes del otro lado del Atlántico, como por ejemplo The Silence of the Lambs (Demme, 1991), JFK (Stone, 1991) o Basic Instinct (Verhoeven), que a su vez también cambiaron las reglas del juego. Pero en los albores del nuevo siglo, fueron las cintas de Lynch, Malick y Fincher las que dieron un vuelco definitivo, que dura hasta nuestros días, sobre las posibilidades fílmicas, narrativas y conceptuales del cine estadounidense, lanzándolo a unas dimensiones hasta entonces desconocidas, y seguramente sin proponérselo, lo que es aún más impresionante, sino simplemente proponiéndose ser fieles a sí mismos y a la visión que marcaba sus inquietudes artísticas. Pero, ¿por qué estos tres filmes? Soltar una frase como esa es fácil, lo complicado a veces es demostrarlo. Vamos a ello.

En el caso de Lynch, se trata de alguien que no es excesivamente cinéfilo. De hecho, su vocación no es la de ser cineasta, sino pintor y artista plástico. Que terminara triunfando en el cine como uno de sus autores más originales y vanguardistas casi ha sido un azar. No es cinéfilo como pueden serlo los Coen o Roman Polanski, pero sí ha visto unas cuantas películas y ha entendido, quizá como nadie, los resortes de los marcos genéricos, desde el terror, las sci-fi, el suspense, pasando por el cine negro, la road-movie, el melodrama e incluso la comedia negra. Por todo estos marcos ha pasado su cine, y por algunos más, pero él los ha pervertido, los ha aniquilado y los ha transmutado en algo bien diferente. Ya lo hizo con su primer filme, Eraserhead (1977), y no ha dejado de hacerlo desde entonces. Con Dune (1984) destrozó las convenciones de la space-opera, y con Blue Velvet (1986) rindió homenaje e hizo picadillo los límites del cine negro. Ahora bien, creo que con Lost Highway llegó mucho más allá, porque si podemos decir que la primera parte del filme es algo así como un filme de terror-suspense, con numerosas referencias a los maestros del género, y que la segunda parte es algo así como un filme noir-detectivesco, la fusión de ambas, la disolución de la una en la otra, que da lugar a la última, la tercera parte, que es la más corta de todas, nos lleva a territorios poéticos que jamás se soñaron en el cine negro o en el terror en EEUU, todo de la mano de un pintor que pinta la imagen con los colores más sucios y alucinantes de su cerebro, y que las adereza con uno de los trabajos de sonido más superlativos en muchos años de cine.

Por su parte, Malick tiene un doble problema a la hora de abordar este The Thin Red Line, su tercer filme después de veinte años de retiro voluntario. Por un lado proponer un filme bélico que sea tan personal como los dos suyos anteriores de otros géneros, Badlands (1974 y Days of Heaven (1978), y por otro superar a su más inmediato precursor, Apocalypse Now (1979), un filme del que en muchos momentos es muy deudor. ¿Cómo consigue esto? Al igual que el filme de Coppola, aquí posee una voz en off muy marcada y determinante… o en realidad varias voces en off, que van estableciendo el tono del filme con la misma contundencia que su dirección de fotografía y su montaje. Tanto el filme de Malick como el de Coppola son un viaje a las tinieblas, pero el de Malick no penetra del todo en esas tinieblas sino que llega a plantearse una posible salida, aunque sea la del suicidio asistido (Witt/Caviezel) o la de la resignación y la búsqueda de una libertad interior (Welsh/Penn), pero Malick todavía confía en la redención. Nos quemamos en las llamaradas inmisericordes de Coppola, pero algunos rescoldos todavía quedan libres en la ficción de Malick. Hacía falta, de todas formas, el sentido visual de Malick, absolutamente único, para poder hablar de tú a tú al filme de Coppola, que quizá sea el filme estadounidense mejor fotografiado y mejor montado de todos los tiempos. Malick y su extraordinario equipo logran la hazaña y proponen un bélico puro pero atravesado por una mirada única, de un lirismo y una belleza difíciles de describir.

Finalmente Fincher, en su cuarto filme, se tira al vacío y se propone jugarse el todo por el todo: convertirse en autor o morir en el intento. Tras el relativo fiasco de The Game (1997) y todavía con los laureles algo exagerados recogidos por Se7en (1995), adaptó la muy compleja y polémica de Chuck Palahniuk y propuso algo que jamás se había visto. Las obras revolucionarias, quizá geniales, son aquella que proponen una nueva forma de mirar, y no solo eso sino que además son capaces de mirar más allá que las que las precedieron. Fight Club no solamente es una aventura negrísima sino que también es un juego del cine dentro del cine, una metanarración, que deja en pañales experimentos previos de los Tarantino, hermanos Coen, y quizá algunos europeos. La ferocidad cinematográfica de Fincher es tal, que resulta imposible encuadrar su filme en un marco genérico. No puede disolverse en nada salvo ella misma. No hay ningún filme parecido, ni similar, ni cercano a Fight Club. No posee precursores, al menos nítidos, y la muy lejana y arbitraria referencia a Kubrick ni siquiera le hace un favor. Kubrick jamás imaginó algo tan libérrimo y tan sórdido como esto. Fight Club mira directamente al futuro, pero a un futuro en el que ya no existan películas salvo ella misma. Algunos despistados confundieron su radicalidad con una mirada fascista, pero lo que simplemente ejecuta es al propio cine, negando su trascendencia anterior y proponiendo una nueva. Se trata de una de esas obras geniales que forman una isla poética: no pueden compararse con nada en sus logros, salvo con ella misma. A este nivel no llegaron, me temo, los más grandes directores salvo en contadas ocasiones. Y además, el viaje que propone al espectador no tiene parangón: el hombre sin nombre que la protagoniza somos todos nosotros.

No conozco ningún filme estadounidense de finales de siglo que rompa la narración y se atreva a proponer cosas nuevas de una forma tan radical y tan hermosa como en estos tres filmes tan diferentes. Por supuesto que luego llegarían maravillas como Eternal Sunshine... (2004), y también comenzaría la época de genialidades en las series de televisión. Y no hace falta decir que todo esto viene después de 1974-1979, fechas en las que se llegó más lejos de lo que podrá llegar nadie, con The Godfather Part II y Apocalypse Now. Pero entre lo más lejos que se ha podido llegar, están estos tres filmes cuya influencia todavía está por adivinarse en un futuro.

Una respuesta a “Años 90: Tres filmes revolucionarios”

  1. Me alegra ver mi película favorita aquí, Fight club. Tiene muy buena prensa pero también he leído críticas negativas. La escena de American beauty en la que Kevin Spacey se va de la empresa con una indemnización sale de forma similar aquí (son del mismo año, no creo que ninguna haya copiado nada, pero la de Sam Mendes se recuerda más) y es increíble (para mal) ver ahora la parte en la que Edward Norton hace referencia a las películas de animación con voces de famosos como burlándose, siendo algo más de nuestro tiempo que del de la película. Me recuerda a Mistery men con Ben Stiller, que es una parodia del género superheroico antes de que se pusiera tan de moda y al final la fama se la ha llevado Deadpool.

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