La vasta influencia de Bram Stoker’s Dracula

No es Bram Stoker’s Dracula, precisamente, un filme que despierte unanimidades, más bien todo lo contrario. Desde que vio la luz en 1992, el largometraje número diecisiete de Francis Ford Coppola ha estado envuelto en un halo de polémica y de rechazo que no ha decrecido con el paso de las décadas, sino que se ha mantenido inamovible y hostil. Para muchos, esta adaptación de la celebérrima novela de Bram Stoker es un error total, e incluso un esfuerzo narrativo indigno de un cineasta de su prestigio. En realidad, vendría a ser, para todos aquellos ansiosos de certificar la decadencia de Coppola y su muy cuestionable preeminencia dentro del cine estadounidense, la prueba definitiva de que su genio no era para tanto. En el mejor de los casos, comentaristas menos furibundos tienen claro que de ningún modo esta pieza puede colocarse, no ya entre lo más excelso de su filmografía (los padrinos, Apocalypse, La conversación…) sino entre lo que está situado un peldaño por debajo y se halla entre sus trabajos más personales (Corazonada, Tucker, Rumble Fish…). Como mucho, es un encargo lujoso que se sostendría por la ampulosidad de su propuesta y algún momento aislado. Lo que nadie parece poder perdonarle a Coppola es su flagrante traición del texto original, con abundante material argumental que jamás sale en la novela, más aún cuando insistió en poner en el título el nombre del autor. ¿Se trataba de una broma de mal gusto?

Algunos nos hemos pasado literalmente décadas defendiendo este título de Coppola, y viendo cómo respira el panorama cinéfilo actual, mucho nos tememos que tendremos que seguir defendiéndola, lo que viene a ser permitir que se defienda por sí misma, que siga en boca de todos aquellos que la ven y no saben muy bien qué hacer con ella (como sucede por cierto con la portentosa El padrino parte III) y que en algunos casos, si es posible, acaben viendo la grandeza inherente que late en las imágenes de esta extraña, a ratos inclasificable, muchas veces pasmosa película, una más en la que su máximo responsable se la juega prácticamente en cada plano a un todo o nada, que resulta en una apuesta suicida a la que hay que enfrentarse con los ojos bien abiertos y la mente libre de prejuicios, como sucede con toda obra radical, y con la que no caben lugares comunes o nomenclaturas trilladas si queremos rascar una mínima parte de la torrencial cascada de imágenes, referencias e ideas conceptuales que nos propone Coppola. Porque dos son los calificativos que pueden aplicarse a esta obra: audaz y torrencial. El analista que se enfrente a sus imágenes y sonidos también ha de ser audaz y torrencial.

Pero más allá de todo ello, lo que me propongo demostrar con este trabajo es que, a pesar del enorme rechazo que este filme causa en amplios sectores de la cinefilia mundial, a pesar de la insoslayable incomprensión que esta adaptación suscita en no pocos de sus espectadores, se trata del filme de fantasía más importante surgido en los últimos treinta años. Desde luego, casi con toda seguridad, el más influyente y definitivo que se ha creado dentro de ese resbaladizo, complejo y poco agradecido género, que ya de por sí suele despertar la animosidad de la crítica más purista, lo que debería ser primer indicio de que no nos hallamos ante un simple título de encargo o una exótica rareza. La realidad es muy distinta a eso.


La adaptación no corrió a cargo del propio Coppola, sino que fue responsabilidad de James V. Heart, cuyo guión cayó en manos de Winona Ryder, quien por cierto había dejado tirado a FFC durante el rodaje de su anterior filme. Quién sabe si para congratularse con él o porque de verdad creía en un proyecto más sobre el conde más famoso del mundo, se lo ofreció con la condición de quedarse el papel de Mina Murray. Coppola encontró el guion muy interesante por dos razones: era más fiel al original de lo que quizá pudiera parecer a simple vista, y con él cumpliría su antiguo deseo de emular, una vez más, a Welles, quien en más de una ocasión manifestó su interés por la celebérrima novela. Se puso manos a la obra y demostró una vez más que es capaz de sacar oro narrativo de materiales literarios previamente manoseados, desplegando una puesta en escena plagada de anacronismos técnicos e ideas visuales propias de los albores del cine (en los que se escribió, precisamente, esta novela de Stoker), y que por tanto quedaban muy alejados de la utilización de imágenes por ordenador que comenzaba a proliferar en los primeros noventa. Además, filmó toda ella (por sorprendente que pueda parecer) en los antiguos estudios de sonido de Sony, otorgándole un cariz más opresivo y al mismo tiempo más artesanal. Cuento todo esto porque es crucial a la hora de entender la estrategia narrativa de Coppola y el modo en que Bram Stoker’s Dracula ha cambiado muchas cosas en el fantástico, trastocándolo quizá de modo definitivo.

Porque además el fantástico es un género cualquier cosa menos sencillo. Ya lo dije una vez aquí y lo he comentado en otras ocasiones: al fantástico el cine no le sienta demasiado bien. Envejece pronto, acaba quedando caduco y ridículo y no es capaz de proponer una alternativa mejor a la literatura. En otras palabras: muchos filmes fantásticos, incluso aquellos realmente esforzados, lo mejor es que no se hubieran hecho nunca. Pero por otro lado el fantástico es un género que si se vende bien puede dar bastante dinero, pues se considera un marco de evasión, en el que caben multitud de sub-géneros tales como el terror, la aventura, lo fantasmagórico, lo gótico…

Llama la atención que Coppola regresase a estos territorios tantos años después de su debut, el magnífico y sugerente Dementia 13, que a su vez inventó uns cuantas cosas en el género «slasher» tres décadas antes. No cabe duda de que esperaba recuperarse del todo con esta adaptación del clásico de la literatura inglesa con un gran éxito, pero es dudoso que esa fuera su motivación principal. Como suele suceder con él, su motivación esencial es volver a redescubrir el cine.

La huella de un filme único

Observando los filmes de fantasía más notorios y conocidos de las últimas décadas, se observa que casi todos ellos, sino es que todos, albergan una deuda muy importante con el film de Coppola, siquiera sin saberlo. Pareciera que las conquistas formales de esta extraña e inclasificable película que es Bram Stoker’s Dracula han calado hondo en la psique de los cineastas que después de ella han tratado de zambullirse en el género. Pero no solamente ellos, sino que muchos otros, como el tan citado y elogiado (temerariamente) Christopher Nolan, le deben bastante más de lo que pudiera parecer.

Basta, a veces, ver ciertas secuencias, o ciertos comienzos, para decir: ahí está esa otra película. O cieras decisiones, o ciertos detalles. Y no siempre tiene que ser una influencia directa, o a favor. Puede ser indirecta y por oposición. La influencia se manifiesta porque un director haga una secuencia o una puesta en escena en la que se perciben los ecos de la precursora, o bien porque al tratar de evitar su influencia hace todo lo contrario que su precursora. Tal cosa le sucede a Martin Scorsese en Goodfellas respecto a The Godfather. Y tal cosa le sucede a Peter Jackson en su famosísima trilogía de los anillos respecto a filme que nos ocupa. Y esto por dos razones fundamentales, y por otras razones quizá más esquivas, pero que están ahí para tenerlas en consideración. La primera razón es que tanto Dracula como El señor de los anillos son sendas novelas anglosajonas bastante complicadas de adaptar.

La primera, siendo muy cinematográfica, ha sido tan manoseada que parecía imposible ofrecer algo de valor. La segunda, siendo muy literaria y extensa, ofrecía pocas opciones de traslación óptima a un medio cinematográfico. Lo interesante aquí es que el trabajo de James V. Heart y de Coppola de depuración de un icono se vio además salpicado por su necesidad no solamente de ser más fiel en los caracteres, sino de inventarse páginas de la novela que no existían, tales como el romance de Dracula y Willhelmina y el famoso prólogo. A su vez, Jackson se vio en la necesidad de ser fiel a las novelas pero de ser capaz de ofrecer variaciones, a veces poco afortunadas, para hacer el texto más atractivo a los espectadores de comienzos del siglo xxi. Una de las que primero llama la atención es el prólogo. Imposible escuchar a Cate Blanchett en su narración en off y no acordarse de la que lleva a cabo Anthony Hopkins en el filme de FFC. Jackson, además, intenta llevar a cabo una puesta en escena, un montaje, operísticos, musicales, tal como lo habría hecho Coppola. Pero la batalla épica que tiene lugar entre elfos, hombres y orcos a los pies del monte del destino acaba por certificar la enorme influencia, aunque sea por oposición.

En el film de FFC la batalla es una abstracción, arte cinemático. En El señor de los anillos, la batalla inicial, como todas las demás, son un alarde de medios, planos, detalles y momentos épicos. Pero sobre todo la batalla inicial es interesante porque al formar parte del prólogo parece que trata de impugnar las imágenes de Drácula. Algo así como: tú no pudiste hacerlo, porque carecías de medios, pero yo sí. Y sin embargo el arte narrativo no es cuestión de medios, sino de conceptos, de ideas. En el caso de FFC, convertir su relato de horror en una ópera, algo que es mucho más complicado de hacer, por lo visto, de lo que algunos quisieran. Así, otros, antes y después de Peter Jackson, trataron también de remedarle al maestro: Tim Burton con su Sleepy Hollow (a la sazón, producida por Coppola), Kenneth Branagh con su Frankenstein (ídem), los hermanos Hughes con From Hell (adaptación del homónimo de Alan Moore), y tantos otros que trataron de coger el testigo de horror gótico y de paso tratar de conquistar idéntico éxito comercial. Ninguno lo logró. En décadas posteriores, cineastas como M. Night Shyamalan o Guillermo del Toro han hecho sus incursiones en el fántástico puro (Lady in the Water, The Shape of Water) tratando además de recuperar ese aliento lírico del filme de Coppola, consiguiéndolo sólo a trazos en el caso de Shyamalan y cayendo en el más espantoso de los ridículos por parte de Del Toro. Puede que estos cineastas no sepan que tratan de remedar Bram Stoker’s Dracula, pero lo están haciendo. Y no solamente lo hacen directores que incursionen en el fantástico, pero de alguna manera el éxito y la fama de este filme de FFC abrió las puertas a la posibilidad de que otros filmes del género existieran y trataran de participar de ese gusto por lo macabro y lo decadente.

Y en ese gusto por observar las calles de Londres reconocemos al brillante Sherlock Holmes de Ritchie (¡por momentos pareciera que va a aparecer el conde por alguna parte!), y en esa pasión operística encontramos algunos recovecos, no pocos, de El caballero oscuro de Nolan, en la que intenta montajes paralelos tan coppolianos y además revestidos de un sentido que intenta ser operístico. Y en la grandilocuencia visual, en la puesta en escena torrencial, encontramos incluso a su amigo Marty con su monumental y un tanto irregular Gangs of New York, un filme que también busca de alguna manera los orígenes del cine, que trata de ser bárbaro y primitivo, pero que al final acaba siendo tan sofisticado y elaborado como todos los filmes de Scorsese, lo que le acaba restando autenticidad. Sólo Coppola se ha atrevido a hacer un filme tosco, desmelenado, como Bram Stoker’s Dracula, y ha salido vivo para contarlo. No se trata de un filme perfecto, ni aspira a serlo. Aspira simplemente a ser genial en cada una de sus partes, y genial en su conjunto. Por eso contrata a Eiko Ishioka para encargarse del vestuario. Por eso llama a Wojciech Kilar para hacer la música. Por eso no importa que el gran operador Michael Ballhaus (por cierto, a su vez el director de fotografía de Gangs of New York….) admitiera que en gran parte del rodaje no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Por eso Anthony Hopkins crea al Van Helsing más desquiciado que jamás ha existido. No se trata de hacer un filme convencional. Se trata de llegar mucho más allá. De proponer una experiencia como no la ha tenido el espectador en una sala de cine.

Empezando por el sonido, pasando por el diseño de producción y terminando en su maquillaje. El sonido en este filme es de una creatividad y una riqueza que luego ha sido explorado para revestir a personajes como el Joker de Heath Ledger. El diseño de producción, tan artesanal, ha convencido a muchos directores de que se puede hacer un filme de terror o de fantasía con pocos elementos escenográficos, siempre que sean poderosos. Y su increíble, inefable trabajo de maquillaje, ha inspirado a multitud de artistas, para sagas como El señor de los anillos, Harry Potter o la franquicia de Marvel. Todo empezó realmente aquí para cierto sector del fantástico, y todos vuelven a este título mil veces vilipendiado, mil veces incomprendido, que no es tanto un filme como una ópera de terror, una oda al cine como narrativa abstracta, y un canto de amor a la literatura. Ni más ni menos. Díganme quién o qué obra puede presumir de lo mismo.

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